FILOSOFIA DE LA OTREDAD: EDUCAR PARA LA DIFERENCIA.

Abelardo Barra Ruatta

Lic. en Filosofía, Profesor Asociado, Departamento de Filosofía, Universidad Nacional de Río Cuarto

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La actualización y despliegue de la vida humana está muy lejos de darse en la novedad y creatividad que parecen estar supuestas en la atribución de la libertad como una de las características ontológico-esencializadoras de lo antropológico. Antes bien, la existencia humana transcurre inmersa en una circularidad de pensamientos, hechos, sensaciones, etc., que la emparienta al sistema homeostático de la vida animal.

Sin embargo, esta rutina gestual no debe pensarse como intrínsecamente negativa, sino que debe ser vista como una constante vacía o formal que posee la virtualidad de adquirir diferentes significados de acuerdo a los contenidos concretos que se le van asignando en su recurrente circularidad.

Esto significa que, antropológicamente, está abierta la posibilidad de constituir una cotidianidad creativa, pletórica de significaciones positivas. Esa insoslayabilidad de lo cotidiano nos permite aseverar que lo propiamente humano parece residir en la capacidad de embellecer-hedonizar-moralizar la repetitividad de la existencia.

No obstante, ha sucedido que en la cultura Occidental hegemónica la conciencia de este esquema de reiteraciones indujo a la elaboración de mistificaciones teóricas que acabaron por escindir profundamente al ser humano en dos dimensiones relacionadas jerárquicamente entre sí. Precisamente la remisión de lo propiamente antropológico al impertérrito ámbito en el que se patentiza la incondicionada vida del espíritu, está pensada con el objeto de minimizar la condena de la circularidad fáctica en que se desenvuelve la existencia del cuerpo. Esa curiosa fantasmalidad de lo concreto y lo rutinario será el trasfondo propicio para la emergencia y desarrollo de la ontología occidental.

La tensión dialéctica de los opuestos alma-cuerpo se resolvió radicando la virtud y la belleza en el hemisferio sutil de lo almático. Esa opción ejercida por los Griegos determinó una ruptura que abarcó todos los registros de lo real.

Paradojalmente el costado espiritual de lo humano -asiento de la libertad y la espontaneidad- mutó en necesidad, inmutabilidad, fijeza, estabilidad. Se generó la expectativa de la recreación de la mismidad como resultante de cualquier actividad espiritual: lo más creativo deviene en un ser que sólo es capaz de procrear copias especulares de sí mismo.

Pero lo cierto es que ninguna racionalización, por perfecta y coherente que sea, puede exonerar definitivamente al individuo del comercio con una realidad que se desenvuelve con relativa independencia respecto de sus aspiraciones, deseos o fantasías. Es por ello que el mundo cultural -que el humano del Occidente crea con la declarada pretensión de autoliberarse respecto de la esclavitud que impone el mundo biofísico (del cual él cree participar oscura y expiativamente)- acaba demandando para su reproducción pautas de pensamiento y acción tan rígidas como las invariables codificaciones que establece la execrable vida instintiva. Esa normativización de los discursos y las prácticas -que se requiere para la des-animalización de lo humano- por obra del determinismo que ejercen las circunstancias temporo-espaciales termina por convertirse en lo idiosincrásico que identifica a un conglomerado político determinado. En la transmisión de esas pautas de auto-reconocimiento y hetero-identificación la educación habrá de jugar un rol protagónico, casi excluyente1. En efecto, a ella le compete de manera principal serializar a los individuos que integran una unidad socio-política común mediante la preservación y legado de un acervo de discursos y prácticas que tienden a garantizar aquellos propósitos identitativos antes mencionados.

Que el objetivo de esa necesidad de definir y conservar un núcleo de identidad haya estado motivado por el pavor cósmico ante la máxima instancia desidentificatoria (la muerte) o la delimitación de territorios de usufructo económico exclusivo, resulta en cierto modo irrelevante frente a la más consistente y dramática consecuencia de esa prematura cristalización del capital cultural a custodiar: la emergencia de una ontología de la mismidad. Esta ontología de lo mismo o de lo homogéneo impactará de manera decisiva en la concepción del modelo cosmológico-antropológico que servirá como marco para la inclusión de los seres, eventos y procesos que serán tenidos como pertenecientes al ámbito del ser y de la verdad.

EL SER DE LA VERDAD O LA VERDAD DEL SER.

El mundo (concepto que engloba tanto la cultura humana como la realidad natural) tal como lo concebimos actualmente comenzó a gestarse en la Grecia antigua. Allí se produjo la deificación de la realidad por obra de la filosofía-ciencia. Esa divinización comportó una subjetivación del mundo, es decir una reducción de la externalidad del mundo a la inmanencia de la conciencia del ser humano. La policromía de lo existente fáctico se redujo a la grisácea tonalidad de lo pensado.

Esa esquematización de lo real como resultante de tal abstracción suple toda autonomía de lo empírico. Así, el valor práctico de los conceptos universales deviene en patencia del ser, acceso teorético a una dimensión más real que lo meramente empírico reservada a quienes se inician en una ciencia que exhibe orgullosa la superioridad que le confiere su estirpe metafísica, divina.

El resultado más espectacular de este enroque sustitutivo de la palabra por la cosa fue la diamantización de la más densa, persistente y convincente ontología: la que postula que el ser (del cual participa la humanidad y el mundo) es inengendrado, inmutable e inmortal.

La existencia fáctica acabó viéndose como un estadio defectivo del ser; y a sus espaldas se erigió un mundo de arquetipos inmunes a la impermanencia y conflictividad de la desidentificadora existencia. Desde entonces la esencia quedó divorciada de la existencia: la primera se reservó para referir a lo que no cambia; la segunda para aludir a lo que sólo puede y debe ser pensado como contingente. Progresivamente, el verdadero ser se identificó con todo aquello que solamente es accesible a la razón. De esta manera el ser racional devino no solo en criterio demarcatorio de la verdad sino también en pauta de valoración ética.

Colonizada la realidad por este verdadero sortilegio conceptual, la humanidad se apropió de un acceso metódico, progresivo y seguro al ser real de todas las cosas. Como contracara de esa conmensurabilidad entre la conciencia racional y el ser, la existencia cotidiana fue viendo derrumbar su expectativa (fundada en innumerables intentos coronados con éxito) de ser rasero epistemológico y moral: las idealidades asumieron la representación oficial y exclusiva del mundo. La materia, el cuerpo y los sentidos se vieron fuertemente devaluados en tanto instancias que se empecinan en la reivindicación de la complejidad de lo real, renuente a la simplificación abstracta del concepto universal. Así, la diversidad y riqueza de las formas que individualizan a la materia fue tornándose en execrable y falaz presentación de lo real. Abundaron los bestiarios como escandalosa exhibición de lo diferente-incomprensible. Solo aquello que podía ser vertido en los moldes eidéticos de la mismidad se reputó como racionalmente real.

Toda variabilidad o cambio en lo real fue pensado como reproducción de lo homogéneo o como tránsito entre estadios preconcebidos de evolución progresiva.

LOS ESPEJOS Y LA EDUCACIÓN.

La fijación de los límites ontológicos y epistemológicos que determinan a priori la evolución lógico-racional de la realidad fue determinando al mismo tiempo que la ciencia de la educación se concibiera como técnica incoadora del ser y la verdad, tal como acabamos de caracterizarla. Los seres humanos una vez situados en las coordenadas de develamiento, reproducción y conservación de los conocimientos específicos acerca de la verdadera realidad fueron sobredimensionando el valor de esos mismos conocimientos, elevados a niveles supraempíricos de rigurosidad y necesidad.

En una total coherencia con la dualización constitutiva de lo antropológico que se erigió como consecuencia de la epistemologización de la vida, la ciencia de la educación se abocó a facilitar el tránsito de la parte almática del ser humano hacia una instalación -de raigambre escatológica- en la verdad inconmovible. En virtud de que lo almático se halla constituido por la idéntica sustancia inteligible que conforma el trascendente mundo de las esencias, los seres humanos tienen la posibilidad de participar de manera activa en la dinámica profunda de la verdadera realidad.

En el marco de esta concepción racionalista, la ciencia de la educación se exonera de cuidar por el embellecimiento o moralización de la cotidianidad (considerado como ámbito de lo óntico, es decir de aquello ontológicamente desjerarquizado) y se auto-habilita para la especialización en la productividad metódica y controlada de la episteme. El desiderátum metodológico de la ciencia -no siempre declarado- es: abstracción, simplicidad, unilateralidad, monocausalidad, formalidad, etc. He aquí una completa batería de herramientas que permiten combatir a la vida y a su caótico ejército destructor de certidumbres. El resultado final de tan despiadada ofensiva es la anemia de la materialidad del mundo que queda expuesta a los precarios conatos de resurrección que le puede conceder la sensoriedad, la sentimentalidad, la intuición humanas. (Maturana y Verden-Zoller, 1994).

La ciencia de la educación apunta, de este modo, a la simplificación del mundo para garantizar su mejor inteligibilidad al mismo tiempo que exorciza rupturas, discontinuidades y desafíos que involucran lo que ontológicamente aparece como lo diferente. Forma y contenido, método y objeto se homogeneizan absolutamente facilitando el develamiento de las verdades que trascendentemente gobiernan la dinámica del mundo humano y natural.

Lo aleatorio, lo equivoco y lo polisémico inducen al yerro. Y el error debe ser metódicamente evitado dadas las implicancias epistemológicas y éticas que conlleva. Esa metodicidad la proporciona una ciencia de la educación más preocupada por instalarnos en una verdad supraempírica que en las concretas ubicaciones aptas para volver acogedor el entorno existencial en el que se desenvuelve inevitablemente la aventura cotidiana de la realización vital.

Si se halla descubierto el camino hacia la verdad inmutable y si la posesión de dicha verdad posee implicancias en la consumación de una vida buena, resulta evidente que la ciencia de la educación se halla conminada a realizar la necesaria tarea de reproducir copias del sujeto ideal único.

Pero no hay que perder de vista que esa subjetividad arquetípica y excluyente, a pesar de haberse impuesto con pretensiones de validez universal, constituye meramente una colosal construcción histórica que busca enmascarar los muy parciales y sectarios intereses de los europeos varones, adultos, cultos, propietarios. Por comisión u omisión la ciencia de la educación vela por la nihilización (por lo menos la invisibilización) de los elementos renuentes a la estandarización o normalización. (Foucault, 1979)

La ciencia de la educación contribuye a la transmisión, mediada por la imagen del varón, del acervo cultural que apuntala la cristalización de una cosmovisión unilateralmente antropocéntrica: algunos hombres (la particularidad) se erigen en la humanidad (la totalidad) y desde esa posición imponen instituciones que reactualizan de manera permanente la primigenia mismidad ontológica que ellos emblematizan.2

FILOSOFÍA DE LA OTREDAD Y EDUCACIÓN PARA LA DIFERENCIA.

Superar los problemas más acuciantes y vergonzantes del presente ( inmoral crecimiento de la pobreza, muerte evitable de millones de niños por ausencia de una atención médica adecuada, cínica y opulenta apropiación por parte de unos pocos de los bienes culturales, persistencia de la guerra como medio de resolución de conflictos, destrucción del equilibrio ecológico de la biosfera, etc.) supone necesariamente una profunda modificación perceptiva de la realidad. Es imprescindible una nueva formulación y edificación de los modos relacionales de los seres humanos entre sí, de los seres humanos con los demás seres vivos y con la totalidad de la naturaleza.

Todo ello solo será posible si se parte de una cosmología y antropología radicalmente diversas. El efecto de las mismas deberá ser el abandono de una ontología vocada a la artificialidad del reino de lo trascendente y su reemplazo por una ontología de lo óntico que restituya al ser a la particularidad, singularidad e irremplazabilidad de los individuos y entes concretos.3 Con ello habrá de perder su discutible axialidad una concepción de la racionalidad divorciada de lo particular sensible y se erigirá el marco para la recuperación de otras dimensiones de lo antropológico que han sido separadas del ser y del valor.

La atención a los plurales registros en que se desnuda lo antropológico enriquecerá las relaciones conviviales de la humanidad recuperando formas del conocimiento que se sepultaron con el entronizamiento despótico de un conocimiento inmaculadamente racional-intelectual. Una ciencia más compleja habrá de sustituir a la ciencia predominante. La nueva ciencia deberá necesariamente ser holística o ecológica y habrá de hallarse abierta a la infinita riqueza de la particularidad concreta. (Capra, 1998).

La ontología de la mismidad que subyace en el estatuto epistemológico de la ciencia occidental habrá de verse despedazada por una ontología de la otredad o de la diferencia posibilitando con ello la emergencia de plurales y alternativas versiones explicativas de la realidad. La normatividad filosófica de la mismidad que obligaba a la determinación de modos normalizados de pensamiento y acción, tenidos por indudables en función de su aprehensión fotográfica de lo real, será reemplazada por la normatividad de la diferencia que favorece la multiplicación y coexistencia de las versiones de la realidad fundándose en el cuidado y el respeto que merecen las experiencias existenciales -lingüísticamente expresadas- de los individuos situados.

La ciencia de la educación que se constituya en torno a este nuevo paradigma deberá promover el ejercicio de las plurales vías que poseen los seres humanos para entablar comunicación entre sí y con la naturaleza. Esto es, una educación que apele al valor antropológico de la afectividad, la emotividad o la fantasía (tanto como al valor del intelecto) para conformar conocimientos, destrezas y actitudes que hagan que la vida en conjunto sea más grata para todos. Al dejarse de lado los reduccionistas mecanismos de identificación individual y social hasta ahora vigentes, la humanidad se abrirá amorosamente al otro diferente, al otro que expresa su subjetividad a través de un ethos absolutamente diferente al mío, aunque absolutamente valioso como el mío. Ese ethos, igualmente pertinente para la expresividad de lo humano, se visibiliza en pensamientos, conductas y actitudes vitales que serán para mí tan diferentes como lo será mi ethos para quien se ha socializado en otro medio ambiente global.4

La abigarrada diversidad de lo existente requiere del ser humano una predisposición a la aceptación de lo diferente. Tal predisposición no es solamente expresión de apertura epistemológica, sino también ética y política. Este hallarse dispuesto a convivir con lo diferente viene prefigurado en la desantropocentrización que impone la vinculación con los demás órdenes de lo vivo. El reconocimiento del valor inherente o intrínseco que poseen las formas no racionales de la vida constituye un valioso antecedente cosmológico para la enunciación de esta ontología de la diferencia (Singer, 1997).

La actitud coherente ante la multiformidad de la vida no consiste en simplificar, sino más bien en complejizar: comprender que los seres, entes y procesos que constituyen la trama de lo real no son reductibles a las abstracciones formales y matematizantes que la soberbia intelectual de los humanos ha estipulado hasta el presente como modo de apropiación cognoscitiva de la realidad. (Morin y Kern, 1993)

No se trata, entonces, de establecer un códice de homogeneización ontológica ni de imponer visiones que se suponen copias insuperables de la realidad, sino de aceptar los múltiples bosquejos que millones de individuos trazan en la aventura hedónica de la existencia. No se trata, pues, de tolerar lo que se considera apartado de la normalidad, sino de convivir enriquecedoramente con lo genuinamente diferente.

La ciencia de la educación deberá liberarse de sus núcleos mismificantes para poder acceder a una dimensión creativa y liberadora. El modelo socializador de los conocimientos no podrá ya ser el que impone dogmas intangibles y absolutos con el objetivo de difundir los elementos únicos que tornan posible la igualación formal de todos los seres humanos. Esta igualación formal a partir de la ontología de la mismidad es finalmente violencia contra los individuos concretos toda vez que supone una axiología de idealidades que se desvincula de las condiciones particulares concretas y que se proclama como universalmente válida. El afán igualitario, con toda su utópica grandeza, puede implicar una nivelación tiránica cuando se encabalga en el ímpetu mismificante que universaliza nociones y valores que son propios de culturas particulares (aunque hegemónicas) y se lanza a consumar una mesiánica misión desconociendo la particularidad e historicidad de los valores sostenidos por los seres humanos.

Una educación en y para la diferencia es el desafío que la humanidad deberá afrontar en el futuro inmediato para poder vencer inveterados conflictos e injusticias sempiternas. Educar en y para la diferencia será el único reaseguro que permita que todos los individuos tengan acceso, desde sus invulnerables diferencias, a una vida materialmente digna, ética y feliz.

Notas

1. La ciencia de la educación es entendida en este trabajo como una tecnología que permite la socialización de los individuos en el marco del acervo cultural de una determinada comunidad. Concebida la ciencia de la educación como un saber instrumental (como medio) es obvio que la finalidad que se le adscribe resulta ser un añadido que no puede ser inscripto en la misma como algo que le pertenece de manera inherente. Es por ello que la ciencia de la educación puede ser reduplicativa o recreativa del capital cultural de una sociedad. Esto es, puede ser emancipativa o constrictiva según sea el modelo ontológico-antropológico que la alimenta.

2. La distinción entre una cosmovisión antropocéntrica y una biocéntrica es de fundamental necesidad para la elaboración de una Filosofía de la Otredad. El antropocentrismo de la cultura occidental hegemónica patentiza un unilateralismo potenciado toda vez que representa la centralidad cosmológica de unos pocos seres humanos.

3. La cotidianidad conforma el escenario de la vida. La invisibilización de la cotidianidad es parte integrante del emprendimiento ontológico de la mismidad por entender que en ella los humanos se tornan vulnerables a los encantos de la existencia.

4. La ilusión de universalidad que adjudicamos al ethos occidental proviene de la expansión material y mental que ha alcanzado el mismo apelando a expedientes violentos que se fundan en la ontología de la mismidad que el cuerpo de este trabajo tematiza.

Referencias

Capra, Fritjof 1998 La trama de la vida. Anagrama. Barcelona.

Foucault, Michel 1979 Microfísica del poder. La Piqueta. Madrid.

Maturana, Humberto y Gerda Verden-Zoller 1994 Amor y juego. Fundamentos olvidados del ser. Desde el patriarcado a la democracia. Editorial Instituto de Terapia Cognitiva. Santiago de Chile.

Morin, Edgar y Anne Brigitte Kern 1993 Tierra Patria. Nueva Visión. Buenos Aires.

Singer, Peter 1997 Repensando la vida y la muerte. El derrumbe de nuestra ética tradicional. Paidós. Barcelona.

 

El presente trabajo se enmarca en el Proyecto de Investigación: “La enseñanza de los derechos humanos en la universidad” que se desarrolla bajo la dirección del autor de este artículo y que fuera aprobado y subsidiado por Secretaría de Ciencia y Técnica de la Universidad Nacional de Río Cuarto.

 


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