EL CONCEPTO DE ESTRATEGIA: DIFICULTADES DE DEFINICIÓN E IMPLICACIONES PSICOPEDAGÓGICAS
Manuel Montanero Fernández (*) y José A. León (**)
(*) Universidad de Extremadura; (**) Universidad Autónoma de Madrid
ACEPCIONES “SUSTANTIVA” Y “ADJETIVA” DEL CONCEPTO DE ESTRATEGIA
El estudio sobre estrategias cognitivas ante diversas situaciones de aprendizaje viene ocupando un indudable protagonismo en la investigación psicopedagógica durante los últimos veinte años. En el campo educativo, la instrucción de estrategias de aprendizaje no sólo se considera compatible con el paradigma constructivista del aprendizaje (Coll, 1990), sino que su inclusión en el currículo se ha concebido como un medio imprescindible para que los alumnos “aprendan a aprender” durante el desarrollo de la educación obligatoria (M.E.C., 1990). Sin embargo, no parece existir un acuerdo tan claro en cuanto al modo de integrar este tipo de enseñanza en el currículo, ni aún siquiera sobre el mismo concepto de estrategia.
En una reciente revisión teórica (Montanero, 2000) hemos tratado de delimitar este intrincado campo semántico, constatando diversos vocablos y definiciones, no siempre conciliables, que se han ido desarrollando desde los años setenta (véase Gagnè, 1974; Flavell, 1976; Paris, Lipson y Wixon, 1983; Kirby, 1984; Stenberg, 1983, 1985; Nisbett y Shucksmith, 1986; Thomas y Rhower, 1986; Weinstein y Mayer, 1986; Derry y Murphy, 1986; Jones, Palinscar, Ogle y Carr, 1987; León, 1991; León, 1999; Schmeck, 1988; Pressley y Levin, 1989; Pozo, 1990; Mayor, Suengas, y González, 1993; Monereo, 1994; Justicia y Cano, 1996; Monereo y Castelló, 1997; Beltrán, 1993, 1998; Pozo y Monereo, 1999). En algunos de estos trabajos, el concepto de estrategia se vincula al de “procedimiento”, al de “heurístico” o incluso al de “técnica de aprendizaje”. En cualquier caso, se enfatiza que las estrategias constituyen conjuntos de operaciones mentales manipulables; es decir, “secuencias integradas de procedimientos o actividades que se eligen con el propósito de facilitar la adquisición, almacenamiento o utilización de la información” (Pozo, 1990 :201); “la secuencia de procedimientos que se aplican para lograr aprender” (Mayor y cols. 1993 :29); “las actividades u operaciones mentales seleccionadas por un sujeto para facilitar la adquisición del conocimiento” (Beltrán, 1998 :205). Por otro lado, este carácter propositivo e intencional, dotado de un cierto nivel de conciencia metacognitiva, convierten el concepto de estrategia en algo más que un mero “producto” del comportamiento metacognitivo. Lo que verdaderamente permite establecer diferencias con otras secuencias de operaciones mentales es un particular “modo de actuar” que se traduce en una “utilización óptima de una serie de acciones que conducen a la consecución de una meta” (García Madruga y cols., 1995), gracias a una “toma de decisiones en condiciones específicas” (Monereo y cols., 1994, 1997), que implican un determinado nivel de representación mental (León, 1999). Así, desde este otro prisma, otros trabajos parecen más bien desplazar las características discriminativas de “lo estratégico” al tipo de comportamiento del sujeto, al desarrollo de mecanismos reguladores, e incluso al “estilo” de afrontamiento de las tareas.
En definitiva, parece haber una coincidencia en enfatizar la imbricación del concepto de estrategia con la “serialidad” del pensamiento, al mismo tiempo que con su capacidad de autorregulación más o menos conciente. Podríamos decir, en consecuencia, que una estrategia se caracteriza, no sólo por la representación detallada de una secuencia de acciones, sino también por una particular cualidad de dichas acciones. Lo que estamos planteando es una disquisición, latente en la bibliografía especializada, entre una consideración “sustantiva” de la estrategia como un conjunto de operaciones ordenadas, aunque con un carácter más o menos flexible, frente a una consideración, que podríamos denominar “adjetiva”, inherente a determinadas formas de actuar. Dicho de un modo más simple, entre el término de “estrategia” y el de “comportamiento estratégico”.
Frente a las limitaciones de una definición perfectamente acotada, resulta necesario desentrañar los diferentes planos desde donde se ha tratado de abordar el concepto de estrategia. Desde nuestro punto de vista, la complementación de la acepción “sustantiva” y “adjetiva” del constructo tiene más posibilidades de iluminar las coordenadas de dicho espacio en torno a tres características esenciales a toda estrategia: su serialidad, su interactividad y su funcionalidad.
En primer lugar, la estrategia cognitiva está indisolublemente asociada al terreno de lo procedimental y, por lo tanto, se caracteriza por su naturaleza serial y secuencial. En nuestra opinión, sin embargo, la clásica acepción sustantiva de la estrategia como un conjunto de actividades dirigidas hacia un fin resulta redundante con el mismo concepto de procedimiento. Una estrategia es más bien un tipo particular de procedimiento (Coll, 1992). Así, un procedimiento puede ser ejecutado de forma “ciega” o incluso conectando unas acciones con otras de modo arbitrario o, por el contrario, de forma autorregulada, adaptando dichas acciones a las condiciones que presenta cada tarea, en cada momento del proceso de ejecución. Esto último, consideramos que sí constituye la característica esencial del procedimiento estratégico.
En segundo lugar, cuando nos referimos a esa “interactividad”, es necesario enfatizar que lo estratégico supone fundamentalmente, como señala Monereo (1997) una toma de decisiones en condiciones específicas. Esta “toma de decisiones” es el núcleo de lo que hemos denominado “acepción adjetiva”. No obstante, existe la tentación, palpable en algunas publicaciones recientes, de reducir el concepto de estrategia a una especie de “elección”. Establecer una distinción exclusivista entre el concepto de procedimiento y el de estrategia (véase por ejemplo, Martín, 1999b :441) es un serio riesgo en este sentido. Desde nuestro punto de vista, la “condicionalidad” de la estrategia no puede desligarse de su naturaleza procedimental, como una secuencia de operaciones coordinadas con un determinado propósito. Lo que ocurre es que dicha secuencia se puede desarrollar de forma estereotipada o con un sentido interactivo y recursivo (que es lo que realmente le otorga esa calidad estratégica). La interactividad implica no sólo un conocimiento “declarativo” sino también “condicional”, que posibilite una planificación por parte del sujeto de las objetivos, así como del modo de alcanzarlos en función de factores internos y externos a la propia tarea.
Por último, en relación a ese carácter interactivo que acabamos de comentar, las estrategias tienen una función de mediación y regulación de los procesos cognitivos. Parece aceptado que este modo de actuar es de vital importancia para el funcionamiento de los diferentes procesos cognitivos y de aprendizaje. Por esta razón, los intentos más sólidos de clasificación sustantiva de las estrategias han partido precisamente de taxonomías sobre los diferentes tipos de procesos, como criterio fundamental que permite acotar la “sustancia” cognitiva de dichas estrategias (Chipman y cols., 1985; Derry y Murphy, 1986; Jones y cols., 1987; León, 1999; Pozo, 1990; Mayor y cols., 1993; Beltrán, 1993).
CRITERIOS DE CLASIFICACIÓN DESDE EL ENFOQUE “ADJETIVO”
Desde nuestro punto de vista, sin embargo, todo intento de clasificar estrategias, debería tener en cuenta también otros aspectos que, como ya hemos señalado en los párrafos anteriores, delimitan la frontera “adjetiva” de lo estratégico. Más específicamente, nos referiremos a los grados de libertad que afecta al margen de decisión que ofrece cada tarea, al nivel de profundidad y a la generalidad y especificidad.
a) Grados de libertad. Esta primera dimensión se fundamenta en las características del procedimiento que supuestamente puede considerarse estratégico. Cuanto mayor sea el margen de decisión que ofrezca la tarea, más necesario resultará su afrontamiento estratégico. Si bien una buena parte de las tareas que se suelen presentar requieren la aplicación de reglas estereotipadas (e.g. realizar un cálculo aritmético, arreglar un juguete), suelen admitir un cierto margen de decisión. Otras, en cambio, pueden ser más abiertas (e.g. organizar una exposición oral o elaborar un informe). La idea que tratamos de insistir aquí es precisamente la relación directa existente entre la planificación de estrategias y la capacidad de decisión y resolución de un problema. En otras palabras, tanto más rentable resultará planificar estrategias cuantas más vías posibles de solución tenga el problema. No obstante, cuando existe una ausencia total de restricciones o bien cuando el sujeto se sienta incapaz de computarlas, tampoco podemos hablar de un procedimiento típicamente estratégico. Más bien se trataría de un procedimiento que se accede por “ensayo y error”.
b) Profundidad. Aún así, resultaría arriesgado una generalización que conduzca a afirmar que un procedimiento es no estratégico. La resolución de un problema por “ensayo y error” puede resultar estratégica en ciertas tareas donde las posibilidades de solución son limitadas y el “coste de error y de tiempo” que ocasiona desarrollar algunas de ellas, una por una, resulta moderadamente bajo. Esto nos lleva a la necesidad de incorporar una dimensión de “profundidad” que tenga en cuenta no sólo las características del procedimiento, sino también las metas y el estilo de afrontamiento del sujeto que los aplica. El criterio de profundidad tiene que ver, especialmente, con el objetivo y el nivel de procesamiento en el que actúan las operaciones mentales (Selmes, 1987; Schemeck, 1988). Criticar un texto periodístico, por ejemplo, demandaría comportamientos estratégicos muy distintos a los que se requerirían para memorizar su contenido.
c) Especialización. Este último punto hace referencia a que cuanto más específico sea el contexto de aplicación de un procedimiento, mayor número de posibilidades tendrá de especializarse, de automatizarse y de “tecnificarse” en el dominio de herramientas instrumentales. Ahora bien, si asumimos que la aplicación de una estrategia viene delimitada por el contenido y el medio de aprendizaje en el que se encuadra, de un lado, y de su vinculación con los procesos cognitivos básicos, de otro, podemos considerar distinto grupo de estrategias. Así, podemos encontrar que algunas estrategias se restringen a determinados contenidos o tareas disciplinares más o menos específicas, mientras que otras se encuentran fuertemente vinculadas a un medio de aprendizaje, como puede ser el texto escrito. Otras, en cambio, poseen un carácter interdisciplinar o pueden ejecutarse transversalmente a diferentes lenguajes o medios de presentación de las tareas.
La dimensión de generalidad o especialización estratégica nos permite, a su vez, establecer dos grupos de estrategias cognitivas íntimamente relacionados:
1. Estrategias básicas, constituidas por un conjunto de acciones mentales de adquisición y transformación mental de la información. Estas estrategias son susceptibles de aplicarse ante cualquier tarea cuyo objeto sea optimizar la capacidad de atención, representación, categorización, razonamiento o el control metacognitivo del sujeto.
2. Estrategias específicas, que, aún compartiendo los mismos objetivos y acciones cognitivas de las anteriores, poseen un mayor grado de especialización respecto a los conocimientos previos de los que se vale, así como de los contenidos y tareas concretas sobre los que se aplica. No se trata de procedimientos esencialmente distintos, sino de diferentes niveles de análisis de las operaciones mentales que se realizan en función de la especialización de la tarea. La máxima especialización se adquiriría al desarrollar un aprendizaje técnico donde se incorporan y automatizan habilidades e instrumentos con objetivos más específicos.
En resumen, cada uno de estos tres criterios, nos permiten clasificar ad hoc un procedimiento estratégico, desde el punto de vista de las posibilidades de solución de la tarea, de los objetivos del sujeto o del nivel de aprendizaje de las operaciones mentales implicadas. Si las representáramos como tres ejes perpendiculares, localizaríamos en el centro los procedimientos que en la mayoría de los trabajos son considerados como más típicamente estratégicos, es decir, aquellos que manifiestan un lato grado de profundidad y generalidad, a la vez que un elevado margen de decisión.
PRECONCEPCIONES O SESGOS SOBRE LA ENSEÑANZA DE ESTRATEGIAS
El esfuerzo de delimitación conceptual que hemos realizado a lo largo de las anteriores páginas tiene, desde nuestro punto de vista, implicaciones psicopedagógicas, más allá de una mera disquisición terminológica. El reconocimiento de la naturaleza multidimensional de “lo estratégico”, desde una acepción adjetiva, se resume en la asunción de que la naturaleza estratégica de un procedimiento no depende tanto de la secuencia de acciones de que se compone, ni de sus características internas o apriorísticas. Por el contrario, la naturaleza multidimensional de lo estratégico depende del contexto y el modo en que se aplica ante una tarea determinada. En el ámbito de la instrucción, esta afirmación conlleva un cambio en el concepto de estrategia que incide más en la importancia de calibrar si el sujeto está ejecutado un procedimiento determinado de una manera más o menos “estratégica”, que en dirimir si lo que hace el sujeto es o no una estrategia per se.
La ambigüedad sobre el concepto de estrategia no afecta sólo al plano científico (revisado hasta ahora), sino también al plano cotidiano y escolar, donde se ha enfatizado la importancia de su instrucción (M.E.C., 1992). En nuestra opinión, las dificultades para integrar la enseñanza de estrategias en los curricula educativos están relacionadas, en gran parte, con diversas teorías implícitas que se constatan en psicólogos, profesores y orientadores de Secundaria acerca de la naturaleza de las estrategias y de su instrucción. Basándonos en el análisis anterior, podríamos clasificar esas preconcepciones en función de algunas “distorsiones” que afectan a la acepción sustantiva o adjetiva.
Una primera preconcepción, que podríamos denominar sustantivista, está principalmente vinculada a una desatención de los grados de libertad como variable que caracteriza a los procedimientos estratégicos. En el grado más extremo, algunos profesores reducen la estrategia a un mero “truco”, a una “receta” que marca una secuencia de acciones que conducen mecánicamente a un fin, lo que genera dos inconvenientes en el aprendizaje estratégico. Por un lado, esta algoritmización de la enseñanza (Monereo, 1999 :376) supone una focalización sobre la instrucción de secuencias de acciones de un procedimiento, desatendiendo el entrenamiento de la toma de decisiones que caracteriza a su regulación estratégica (desde un enfoque “adjetivo”). Generalmente, la eficacia de una secuencia estereotipada de acciones (o pseudoestrategia) está limitada a ámbitos muy concretos, de modo que, cuando cambia una variable relevante de la tarea, el alumno fracasa en su aplicación. Buena parte del fracaso de la enseñanza de técnicas de estudio de textos (Montanero, 2000), así como de ciertas orientaciones que a menudo los profesores dan a sus alumnos para ayudarles a resolver problemas en las diferentes áreas (fundamentalmente en Matemáticas y Ciencias Naturales) tienen su origen en esta interpretación. Por otro lado, la preconcepción sustantivista conduce a otros profesores a pensar que la enseñanza de contenidos procedimentales genera implícitamente un aprendizaje de estrategias; por lo que resultaría superfluo reflexionar sobre sus características específicas y las actividades más adecuadas para un aprendizaje estratégico de los mismos.
Una segunda teoría implícita estaría más bien relacionada con una preconcepción subjetivista, que enfatiza las implicaciones actitudinales y el estilo de aprendizaje del sujeto desde un prisma completamente “conservador”. Algunos profesores piensan que cada alumno utiliza espontáneamente las estrategias y técnicas que mejor se adaptan a sus características, hasta el punto que una enseñanza sistemática de procedimientos alternativos puede resultar perjudicial. Así, por ejemplo, para un alumno que estudia únicamente mediante la elaboración de resúmenes el aprendizaje de estrategias estructurales o de una variedad de técnicas de representación podría producir más confusión que beneficio.
Con determinados alumnos es constatable una cierta “resistencia” al aprendizaje de nuevas estrategias, especialmente, al principio de la aplicación de un programa de instrucción. Aunque no hemos encontrado investigaciones al respecto, el perfil de estos alumnos suele coincidir con un rendimiento mediocre (aunque sin fracaso escolar), una baja autoestima, un escaso nivel metacognitivo y un estilo “superficial” de aprendizaje. En muchos casos, se trata de alumnos que han consolidado pseudoestrategias, más o menos estereotipadas, pero que les han proporcionado éxitos moderados en cuanto a las calificaciones, aprovechando la pobreza de ciertos instrumentos de evaluación a la hora de evaluar capacidades. La utilización de estrategias alternativas generaría una lógica incertidumbre, especialmente cuando la estrategia que se está aprendiendo no se basa en una secuencia de operaciones perfectamente delimitada, sino en una “toma de decisiones”, orientada a las condiciones variables de la tarea. El problema, sin embargo, no se resuelve exagerando ese supuesto carácter “idiosincrásico” de la utilización de estrategias, sino tomando conciencia de la mayor duración y sistematicidad que requiere el trabajo con dichos alumnos.
Una última teoría, probablemente menos extendida, está relacionada con las expectativas excesivas de algunos profesores y, sobre todo, orientadores, respecto al beneficio que producen los programas de instrucción de estrategias de aprendizaje, desarrollados “paralelamente” al currículo, como los denominados programas de “enseñar a pensar”. El origen tendría que ver en esta ocasión con una preconcepción demasiado generalista de la estrategia, reconocible en las posturas de aquellos que asumen que las estrategias pueden enseñarse con una cierta independencia de los contenidos y conocimientos sobre los que actúan. Sin embargo, actualmente se cuestiona que estos aprendizajes puedan generalizarse directamente, con una instrucción “independiente de contenido” (como se pretenden en algunos clásicos “programas de enseñar a pensar”). Las teorías sobre las llamadas “estructuras conceptuales de dominio” apoyan más bien la idea de que los mecanismos cognitivos permiten la reconstrucción de las capacidades en dominios de conocimiento específico, cuando se proporciona una práctica abundante y estructurada con nuevos contenidos (Karmiloff-Smith, 1992; Martí, 1999; Martín, 1999a). Podríamos decir que el “contexto” forma parte del aprendizaje estratégico, y que dicho aprendizaje no requiere tanto “descontextualizarse” como “transcontextualizarse” con contenidos variados (Martín, 1999b).
IMPLICACIONES PSICOPEDAGÓGICAS PARA LA ENSEÑANZA DESDE LAS DIFERENTES ÁREAS CURRICULARES
El aprendizaje y la aplicación estratégica de los contenidos procedimentales supone, ante todo, un modo de enseñar que deberían concretarse en una serie orientaciones metodológicas concretas para favorecer la práctica educativa. Las consideraciones anteriores en torno a lo que hemos llamado la acepción adjetiva del concepto de estrategia tiene importantes implicaciones psicopedagógicas, en función de los condicionantes epistemológicos de cada área curricular.
Una de las más inmediatas se traduce en la necesidad de convertir las actividades del aula en auténticos problemas y no en meros ejercicios que el alumno resuelve de forma memorística, como producto de la aplicación mecánica de un algoritmo. La actuación del profesor para que el alumno resuelva problemas estratégicamente tiene múltiples posibilidades, comenzando por diseñar situaciones abiertas, para lo cual deberíamos comenzar por reconsiderar los “grados de libertad” de procedimientos de cálculo matemático. Buena parte de los procedimientos que se enseñan en materias como las Matemáticas están constituidos por algoritmos, es decir, por conjuntos de reglas que estipulan decisiones únicas para llegar a un fin. Es el caso, por ejemplo, de una división sencilla como 39:3, donde el cociente va surgiendo “mecánicamente” de la división entre cada uno de los números de los dividendos y el divisor, sin posibilidad de alterar el orden de alguno de los pasos o llegar a cocientes parciales diferentes, si se quiere asegurar una respuesta correcta. Algo parecido ocurriría en las Matemáticas de Secundaria si nos planteásemos una ecuación del tipo 3x=39. Sin embargo, si añadiésemos una segunda ecuación con una nueva incógnita (por ejemplo, 5y=2x+4), el procedimiento de resolución del sistema de ecuaciones resultante, admitiría más “grados de libertad”. Podríamos resolverlo despejando, por ejemplo y en primer lugar, la “x” en ambas ecuaciones, igualando los otros términos entre sí para, en segundo lugar, transformando las dos ecuaciones en una sola y con una sola incógnita (y). Resolveríamos el valor de “y” en esta nueva ecuación, por último, calcularíamos “x” en la primera. Hemos decidido así solucionar este sistema de ecuaciones por “igualación”, aunque también podríamos haberlo resuelto por “reducción” (en lugar de resolver la primera ecuación y, sencillamente, “sustituir” el valor de “x” en la segunda). Aunque en ambos casos hubiésemos obtenido la solución correcta, no son, sin embargo, igualmente estratégicos. Dicho de otro modo, la estrategia de “igualación” no resulta auténticamente “estratégica” en esta tarea, puesto que no se tiene en cuenta las condiciones iniciales de la misma (que una de las ecuaciones tiene una sola incógnita), con lo que el procedimiento resulta absurdamente más largo y con más probabilidades de cometer errores si se compara con el de sustitución.
En el ámbito educativo junto al diseño de problemas debe completarse, además, de un análisis de los objetivos que vamos a plantear a los alumnos, así como del tipo de ayuda que vamos a proporcionarle para que los desarrolle. En este sentido, debemos tener en cuenta el uso de herramientas que se desean entrenar y que reflejen los diferentes elementos del problema. Debemos facilitar que el alumno decodifique o transforme el formato de la misma, organice y examine las variables, recupere información relevante, planifique alternativas de resolución, extraiga o transfiera principios subyacentes. Finalmente, también es importante facilitar la propia evaluación de los resultados, reforzando la reflexión, por encima de la rapidez de las respuestas.
Una propuesta en este sentido en la enseñanza de la Física y en la que se ha obtenido un notable éxito (Gil y Martínez, 1987; Montanero, 1994; Gil y otros, 1999), ha consistido en plantear problemas abiertos de lápiz y papel, demandando al alumno el desarrollo de tres fases de carácter estratégico. De esta manera, el profesor parte, inicialmente, de un enunciado verbal del problema que suponga una cierta novedad o conflicto respecto a los conocimientos previos del alumno, al que se le demanda que haga un análisis estratégico y cualitativo de la situación con dos objetivos fundamentales: formular hipótesis (basadas en inferencias sobre las leyes físicas pertinentes) y la propuesta de generar un heurístico de resolución (de acuerdo con el marco teórico expuesto). En segundo lugar, el proceso de resolución propuesto requiere encontrar datos numéricos de las magnitudes. Se puede sugerir a los alumnos que simplemente los inventen, procurando que las órdenes de magnitud de estos datos sean lo más reales posibles; también pueden buscar en tablas o cualquier tipo de información científica al respecto. La asignación de datos numéricos ajustados al heurístico, aunque parezca sencilla, no es en absoluto gratuita. Es frecuente que se den datos de más o de menos, o incluso que algunos datos sean incompatibles entre sí. Posteriormente, los alumnos deben hacer los cálculos para obtener las magnitudes finales que resuelven el problema. En la tercera y última fase, los alumnos deben interpretar científica, tecnológica y socialmente los resultados obtenidos (su sentido físico, la dificultad y exactitud del procedimiento utilizado o las implicaciones tecnológicas y sociales).
Desde otra perspectiva, una de las principales diferencias entre el aprendizaje escolar entre las Matemáticas y las Ciencias Naturales de otras materias pertenecientes a un ámbito sociolingüístico se debe precisamente al escaso uso de procedimientos puramente algorítmicos en esta últimas. Por ejemplo, la realización de un histograma en una clase de Ciencias Sociales que represente la evolución de la esperanza de vida en un país, requiere encadenar una serie de operaciones de transformación y representación gráfica con unos datos determinados. Sin embargo, los procedimientos más relevantes son más bien de carácter heurístico, especialmente aquellos que no se relacionan directamente con el tratamiento de la información, sino con la investigación, el análisis crítico y la comprensión de las relaciones causales subyacentes a los fenómenos geográficos, históricos y sociales.
Por su parte, los contenidos procedimentales que requieren un aprendizaje estratégico del área de Lengua y Literatura podrían agruparse en torno a tres ejes directamente relacionados con las capacidades de comprensión del lenguaje escrito: los procedimientos relacionados con el análisis de las unidades lingüísticas básicas y sus relaciones morfosintácticas (que fundamentan la cohesión de la base del texto); los procedimientos de comentario de texto que implican, bien la manipulación de representaciones semánticas y pragmáticas del lenguaje (en relación a la comprensión profunda del texto); bien el análisis de su dimensión literaria; y los procedimientos de comprensión y técnicas de síntesis para asimilar información a partir de contenidos expuestos textualmente.
En estos contenidos, los principales obstáculos suelen estar relacionadas más bien con las preconcepciones “subjetivistas” o “generalistas” en torno a la enseñanza de estrategias. La enseñanza explícita de procedimientos estratégicos es tan importante aquí como en el ámbito científico. Lo que ocurre es que la escasez de algoritmos plantea a los profesores de Ciencias Sociales, Lengua o Ética un problema de partida mayor para vertebrar la secuencia de operaciones y decisiones estratégicas ante un determinado problema; de modo que algunos asumen que dichos procedimientos no deben tener un lugar propio en las actividades curriculares del aula por su carácter excesivamente general o personal de cada alumno.
En un reciente trabajo (Montanero, 2000), hemos comprobado la utilidad de seguir un proceso de instrucción que vincule la enseñanza de estrategias generales y específicas con contenidos interdisciplinares de estas tres áreas en el segundo ciclo de la E.S.O. Con objeto de instruir estrategias de comprensión y razonamiento en el ámbito sociolingüístico de un Programa de Diversificación Curricular, comenzamos entrenado estrategias cognitivas básicas, implicadas en la comparación, clasificación, el razonamiento lógico y causal y la solución de problemas con tareas muy sencillas y en principio descontextualizadas de los contenidos curriculares, con un carácter fundamentalmente heurístico e interdisciplinar. Posteriormente, diseñamos procedimientos específicos de comprensión de textos con materiales curriculares de ciencias sociales progresivamente más complejos; de tal modo que se potenciaba el proceso de especialización y transferencia de los anteriores procedimientos heurísticos con contenidos de Geografía, Historia, Lengua, Literatura y Ética.
En definitiva, la clave y principal implicación de la acepción adjetiva no reside tanto en la selección de las estrategias que se van a enseñar en cada área, cuanto en la necesidad de que todo el proceso de enseñanza-aprendizaje se vuelva en sí “estratégico”. Una de las orientaciones fundamentales para conseguirlo, sea cual sea el contenido de enseñanza, se resume en la importancia, especialmente para los alumnos con problemas de aprendizaje, de “hacer abierto y explícito lo que otros estudiantes aprenden en situaciones de aprendizaje más espontáneo e implícito” (Martín, 1999b :465). Esto requiere, en primer lugar, que los profesores realicen un minucioso análisis de contenido de los procedimientos estratégicos seleccionados, con tres objetivos:
• desglosar explícitamente cada conocimiento procedimental, en función de sus metas y operaciones más simples;
• analizar los conocimientos declarativos específicos y las habilidades previas que se requieren;
• organizar el conocimiento condicional necesario, relativo a las características personales, contextuales y específicas de la tarea que enriquezca la toma de decisiones sobre la mejor ejecución de aquellas operaciones.
En segundo lugar, es importante introducir elementos que faciliten una regulación metacognitiva y la transferencia para que dicho conocimiento condicional no resulte “inerte” (Bransford y cols., 1989). La incorporación a las actividades del aula de ciertos métodos, basados en las posibilidades reguladoras del lenguaje, como el modelado de las estrategias, la autointerrogación y discusión metacognitiva, la participación guiada o el trabajo en grupo puede resultar muy beneficioso para facilitar una progresiva transferencia de control hacia la autorregulación estratégica.
Por último, es necesario diseñar actividades dirigidas a que los alumnos practiquen la ejecución estratégica de los procedimientos. La práctica debe ser abundante, estructurada y diversificada a través de diversas áreas y contextos. La organización de actividades de interacción cooperativa entre los alumnos es fundamental para propiciar la “motivación de aprendizaje” (Alonso Tapia, 1991; León, 1991; León y Martín, 1993) y el desarrollo de un “estilo” auténticamente estratégico (Martín, 1999b).
Con diferentes matices, existe un cierto acuerdo en torno a estas tres grandes fases para propiciar el aprendizaje de estrategias en distintas áreas curriculares (Jones y cols., 1987). La reflexión sobre estas orientaciones metodológicas en el marco del proyecto curricular debería encaminarse a superar la instrucción puntual, dentro de un solo área o unidad didáctica, para que el aprendizaje estratégico forme parte de un tratamiento educativo más sólido. Si no se considera el modo de trasladar las anteriores orientaciones metodológicas a las unidades didácticas de cada área, correremos el riesgo de que la enseñanza de estrategias se limite a una declaración de buenas intenciones, sin tener en cuenta el diseño específico de actividades y materiales que faciliten la apropiación de procedimientos estratégicos por parte del alumno.
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