LA TERCERA REVOLUCIÓN EDUCATIVA. UNA REFLEXIÓN SOBRE NUESTROS PROFESORES Y NUESTRO SISTEMA EDUCATIVO EN LOS INICIOS DEL SIGLO XXI
José M. Esteve Zarazaga. Catedrático de Teoría de la Educación. Universidad de Málaga.
INTRODUCCIÓN
Desde los
inicios de la década de 1980 ya se tenía una clara conciencia de que nuestros
sistemas educativos se estaban transformando irreversiblemente. Nuestros
profesores, en una secuencia general que va afectando a todos los países
desarrollados conforme se extiende y se democratiza la enseñanza, se encuentran
súbitamente desorientados por una aceleración del cambio social que alcanza a
nuestras instituciones de enseñanza y modifica su trabajo en las aulas,
planteando problemas nuevos a los que les resulta difícil hacer frente. De
forma más o menos explícita, van descubriendo la necesidad de adaptarse al
cambio, modificando sus roles profesionales ante una realidad social e
institucional en constante cambio. Desde mediados de la década de los ochenta,
conforme se iba completando la extensión de la escolaridad obligatoria a toda
la población infantil, diversos ensayos e investigaciones nos llamaron la
atención sobre el hecho de que no se trataba de un problema individual, ante el
que determinados profesores, con una personalidad más frágil, acusaban el
desconcierto del cambio hasta quedar afectados en su autoestima o en su propio
equilibrio personal. La idea de que se trataba de un problema social y
colectivo, que afectaba al mismo tiempo al conjunto de los cuerpos docentes se
fue imponiendo como una realidad. Los profesores con una mayor capacidad de
adaptación al cambio fueron modificando estrategias, planteamientos y sistemas
de organización de la clase hasta recuperar el equilibrio perdido; otros
decidieron refugiarse en los métodos, contenidos y sistemas que habían venido
usando desde siempre, en la esperanza de que si habían funcionado hasta
entonces, podrían continuar usándolos hasta la dulce llegada de la jubilación,
en una actitud tan suicida como la de un empleado de banca que abrumado por la
informatización de los procesos financieros decidiera refugiarse en su
excelente caligrafía para continuar rellenando a mano las fichas de
contabilidad de sus clientes. Desde esta disparidad de reacciones personales es
posible aclarar por qué, si la situación es la misma para todos, unos
profesores se ven personalmente afectados por estas nuevas dificultades de la
enseñanza; mientras otros, en sus mismas condiciones, viven su trabajo sin
mayores dificultades e incluso consiguen convertirlo en una forma de
autorrealización personal. En buena parte, son los mecanismos psicológicos que
cada individuo utiliza, desde las creencias irracionales, las ideas previas, y
los mecanismos de atribución de significado internos o externos los que
conducen a nuestros profesores a interpretar una situación objetivamente
conflictiva con un especial sentido traumático.
Tenemos
los mejores sistemas educativos que hemos tenido nunca. Nunca hemos tenido
mejores edificios, mejores profesores, ni presupuestos financieros tan altos
destinados a la educación. Sólo desde hace unos años, en la vida profesional de
la actual generación de profesores, hemos conseguido extender la educación
básica al 100 % de la población infantil, abandonando, por primera vez en
nuestra historia la pedagogía de la exclusión. En efecto, nuestros sistemas
educativos de hace sólo veinte años, consideraban la educación como un
privilegio que el alumno se tenía que ganar. Las escasas plazas escolares no
podían derrocharse en unos niños que no estaban dispuestos a aprovecharlas; por
tanto, cualquier alumno que planteara un problema de conducta grave, o
cualquier alumno cuyo rendimiento académico no siguiera los planes de trabajo
marcados, era invitado, más o menos cortésmente, a abandonar las aulas. De esta
forma, nuestros sistemas educativos funcionaban como un hospital que dejara en
la calle a los enfermos y a los heridos más graves, para ocuparse sólo de
aquellos más fáciles de curar.
El
auténtico salto cualitativo de nuestro actual sistema de enseñanza consiste en
que, por primera vez en la Historia, estamos intentando acabar con la pedagogía
de la exclusión para ofrecer una plaza educativa a todos los niños y niñas,
cada vez hasta unas edades más avanzadas. La educación obligatoria y gratuita no
se detiene ya en el marco de la enseñanza primaria, sino que penetra hasta la
educación secundaria, antiguamente reservada a los alumnos que pensaban luego
en ir a la Universidad. Hace treinta años, un título de bachiller superior daba
acceso a un buen trabajo, con unas buenas retribuciones, simplemente porque no
completaban la educación secundaria más que un porcentaje muy reducido de
alumnos, seleccionado, año tras año, por su conducta y por su rendimiento
académico. Este es el sentido de la auténtica revolución que está viviendo
nuestra escuela en los albores del siglo XXI; y como toda revolución silenciosa
ha pasado inadvertida incluso para sus mismos protagonistas. En efecto, hace
cuatro mil años, en el antiguo Egipto, se produjo la primera revolución educativa,
al abandonar la enseñanza el marco educativo de la relación personal,
organizándose instituciones colectivas que son los primeros antecedentes de la
institución escolar. La segunda revolución educativa fue la aceptación de la
responsabilidad del Estado sobre las instituciones educativas, en la Prusia del
siglo XVIII, dando una dimensión pública a unas instituciones que hasta
entonces eran patrimonio de unos pocos, y se movían en el marco de la
responsabilidad particular de padres y concejos de vecinos. La tercera
revolución educativa se ha hecho en los últimos veinte años al definir la
educación como un derecho y no como el privilegio que ha sido siempre,
extendiendo la educación, por primera vez en nuestra Historia, a toda la
población infantil e incluyendo la secundaria como escolaridad obligatoria. La
definición de la educación como un derecho básico acaba con la anterior
pedagogía excluyente, que, ante el menor problema, reaccionaba expulsando del
sistema educativo a los niños más torpes o a los más problemáticos.
Naturalmente, esta nueva situación plantea problemas nunca antes afrontados.
Ahora tenemos en nuestras aulas a todos los niños más difíciles, a los menos
inteligentes, a los más agresivos, a todos los que reciben palizas de sus
padres, a todos los niños que se drogan, a todos los niños bloqueados para
aprender porque acceden a nuestras aulas con todo tipo de problemas personales
pendientes; y cuando los profesores preguntan qué hacer con ellos, no tenemos
respuestas ni procedimientos: antes nos limitábamos a echarlos, lo cual hacía
más tranquilo y agradable el trabajo de nuestros profesores; pero no
solucionaba el problema de los niños. Pese a las cifras que se citan de fracaso
escolar, el nivel educativo de nuestros países sube cada año, porque aunque
muchos de estos alumnos no lleguen a los altos niveles de rendimiento académico
que antes alcanzaba una selecta minoría, ahora todos alcanzan algún nivel
educativo y todos reciben alguna atención educativa. El núcleo del trabajo de
los profesores se desplaza desde la enseñanza de materias a la educación de
individuos, lo cual es mucho más difícil. Y éste es el mejor capital de los
países desarrollados de Europa: la mejora y el alto nivel en la formación de
sus ciudadanos.
Producida
esta tercera revolución educativa el trabajo de nuestros profesores cambia
radicalmente; sin embargo, no se han modificado dos elementos sustanciales que
permitirían a nuestros profesores recuperar su perdido equilibrio.
En primer
lugar, no se han modificado las condiciones de trabajo de los profesores. En
efecto, nuestras instituciones escolares siguen organizando el trabajo de las
escuelas sólo para enseñar, sobre la base de las horas lectivas como elemento
central del trabajo en la escuela: no hay tiempo para educar, para atender
personalmente a esos nuevos niños que plantean muy distintos problemas y que
exigen un trato especial previo, porque están bloqueados para aprender. Pedimos
a nuestros profesores que atiendan al cien por cien de los niños con el cien
por cien de los problemas sociales y personales pendientes; pero no cambiamos
sus condiciones de trabajo para que puedan hacerlo. De esta forma, los
innegables avances que supone la tercera revolución educativa, han cargado
nuevas responsabilidades sobre nuestros profesores, con muy escaso
reconocimiento social por el nuevo trabajo que realizan; mientras que son
ellos, con su esfuerzo cotidiano, quienes nos mantienen en la nómina de los
países cultos y civilizados. Nuestros profesores, desde los barrios más conflictivos
de las grandes ciudades hasta los pueblos más alejados, son quienes dan calidad
a la educación; generalmente desde el voluntarismo de quienes suplen con su
esfuerzo personal la improvisación inevitable de un sistema educativo que aún
no ha asimilado los profundos cambios sociales que han modificado profundamente
su trabajo en los centros educativos.
En
segundo lugar, no se han modificado los programas de formación inicial de
profesores, que siguen anclados en la situación previa preparando a los profesores
para un sistema educativo que ya ha dejado de existir. Pedimos ahora a nuestros
profesores que hagan un trabajo mucho más educativo que académico; sin embargo,
nuestras instituciones de formación no acaban de asimilar las nuevas
responsabilidades que nuestros profesores deben afrontar. En efecto, nuestra
sociedad les pide ahora que hagan educación sexual, educación para la salud,
educación vial, prevención de las drogodependencias, educación para la paz, y
que acepten otras muchas responsabilidades educativas; pero raramente estos
nuevos contenidos se han incluido en los programas de formación inicial. La
disciplina en las aulas aparece como el problema más urgente para cientos de
profesores que no consiguen organizar a sus alumnos con un mínimo orden
productivo, y que cada día se desesperan porque no consiguen una mínima
actuación educativa que mejore el aprendizaje de sus alumnos. Sin embargo, si
revisamos los programas de formación de profesores resulta difícil encontrar
una formación específica para enseñar a nuestros futuros profesores a enfrentar
los conflictos habituales de nuestras aulas, para enseñarles a desarrollar
destrezas sociales con las que mantener una mejor relación con sus alumnos,
para enseñarles a organizar a un grupo de alumnos con distintos niveles de
forma que consigan un trabajo más productivo. Y lo peor es que los trabajos de
investigación en los que se han ido perfilando estos nuevos saberes se han
hecho hace años sin que se estén incorporando a nuestros sistemas de formación
de profesores. Así, se han desarrollado técnicas de formación para permitir a
nuestros profesores incorporar nuevas destrezas sociales con las que afrontar
con éxito las situaciones de conflicto que se encuentran en el aula. Estas
técnicas de formación en destrezas sociales, en prevención y resolución de
conflictos, en inoculación y formación ante el estrés deberían constituirse en
nuevas materias de formación que prepararan a nuestros profesores para hacer
frente a los problemas con los que se van a encontrar. Sin embargo, el peso de
las tradiciones aún continúa manteniendo en nuestras instituciones de formación
de profesores las viejas materias de siempre, generalmente basadas en la idea
de que lo único que alguien necesita para ser un buen profesor es dominar
profundamente el contenido de las materias que enseña. Y, para colmo, las
escasas nociones de pedagogía y psicología que se les ofrecen, raramente
sobrepasan los planteamientos teóricos de autores como Rousseau, Pestalozzi,
Pavlov y Watson, con un importante valor testimonial e histórico, pero con
escasa relevancia para sobrevivir en las aulas día a día. Los nuevos enfoques
de los cursos de formación debían ser materias que se incorporaran con urgencia
en los programas de formación inicial de profesores si no queremos seguir
enviando a nuestro sistema educativo a unos profesionales desorientados, con
una identidad profesional falsa, y que acaben aprendiendo a ser profesores por
el costoso método del ensayo y error.
Es
evidente que aún existen muchos desafíos pendientes para la escuela del siglo
XXI. Algunos autores diseñan soluciones a los problemas de nuestras
instituciones escolares desde una futurología que predice aprendizajes
telemáticos, redes de conocimientos y relaciones educativas solipsistas con un
ordenador; veremos cómo evoluciona el futuro: pero, de momento, fuera de la
escuela no hay salvación, sobre todo para los más pobres, se haga el balance
que se haga sobre el debe y el haber de nuestros actuales sistemas educativos.
La
modificación de la estructura familiar, la incidencia de los avances
tecnológicos, los procesos sociales ligados a la globalización, la falta de
acuerdos sobre los valores educativos en una sociedad pluralista en la que
distintos grupos defienden diferentes modelos educativos, la modificación de
las relaciones laborales que exigen nuevos planteamientos formativos, y, en
general, el proceso de cambio registrado en nuestras instituciones escolares,
son otros tantos temas sobre los que los que debemos reflexionar para orientar
ese proceso de transformación y de adaptación a los profundos cambios vividos
por unos sistemas educativos que ahora se plantean el reto de mejorar la
calidad de la educación.
A finales de los años ochenta, en el Prólogo de El Malestar Docente, utilicé como imagen a un actor representando una pieza de teatro clásico para explicar la situación del profesor ante la aceleración del cambio social; jugaba con esa escena introduciendo de improviso en el escenario a dos empleados del teatro que, sin que el actor lo advirtiera, colocaban a la vista del público una taza de inodoro y un maniquí con el pelo verde y rojo, desplegando desde el techo un telón de fondo con el Pato Donald y sus tres sobrinos. Convencido de lo sublime del papel que representaba, nuestro actor seguía recitando en verso, vestido con sus ropajes clásicos y progresivamente desconcertado por las risas de un público que hasta ese día siempre le había aplaudido. Jugando con esta escena, extraía la conclusión de que si cambia el decorado, el profesor, igual que el actor, debía replantearse el papel que representaba. Han transcurrido catorce años desde la primera edición de ese libro, traducido luego a varios idiomas y reeditado hasta el presente. La imagen sigue siendo válida, pero ahora recurriría a una imagen literaria distinta para introducir mi reflexión sobre el papel de los profesores una vez concluida la reforma de nuestro sistema educativo, y cuando la crisis producida por una nueva situación de enseñanza que pocos saben cómo interpretar hace que se vuelva a hablar de una nueva reforma que algunos piensan como una auténtica contrarreforma En la novela El húsar Arturo Pérez Reverte nos cuenta la historia de un joven oficial del ejército de Napoleón que sueña con participar en una gran batalla. Sin embargo, cuando llega el gran día, nuestro húsar espera en la reserva, pasa calor mientras oye a lo lejos el fragor de un combate en el que no participa, y cuando finalmente interviene, le pasa por encima una carga de la caballería enemiga y ha de esconderse en un bosquecillo donde pasa la noche, herido y aterrado. Al amanecer, resulta que ha participado en una de las mayores victorias del ejército francés; pero el húsar, desde su perspectiva individual, no ha visto más que dolor y penalidades. Así, lo que desde una perspectiva global se presenta como una victoria histórica es vivida por sus protagonistas individuales como un terrible episodio, absurdo, inconexo y miserable.
Desde esta clave literaria, cabría plantear la situación de nuestros profesores de secundaria en la sociedad contemporánea. Paradójicamente, nuestros sistemas educativos occidentales están cubriendo metas que pueden considerarse, con toda justicia, como auténticos hitos históricos; pero, al mismo tiempo, nuestros profesores viven su trabajo cotidiano desde claves que saben a derrota, y en las que los términos desconcierto, desánimo y frustración se usan frecuentemente para ilustrar los sentimientos y actitudes de los cuerpos de profesores ante las nuevas dificultades de la educación actual. Como veremos en este trabajo, la clave para deshacer la paradoja estriba en nuestra falta de perspectiva para entender que una vez cubiertas esas nuevas etapas de la educación, que constituyen auténticos éxitos históricos, debemos, igualmente, modificar las condiciones de trabajo y la valoración social de las nuevas responsabilidades que encomendamos a nuestros profesores.
1. NUESTRO SISTEMA EDUCATIVO EN UNA ENCRUCIJADA HISTÓRICA
En el futuro, cuando la Historia de la Educación haga una valoración de nuestro actual sistema educativo, dos acontecimientos destacarán sobre todos los demás marcando un punto de inflexión que nos separa del pasado: el primero es la extensión a toda la población de la educación primaria, y el segundo la declaración de la educación secundaria como obligatoria. Ambos acontecimientos han sido protagonizados por la generación de profesores que ahora ocupa nuestras aulas, y es la primera vez que ocurren en nuestra Historia.
Los regeneracionistas del 98 soñaban, como una utopía, en que todos los niños fueran a la escuela. En la década de los ochenta la utopía se hizo realidad al conseguir la escolarización plena del cien por cien de nuestros niños en las escuelas primarias. En las dos últimas décadas, igualmente, se mantiene una consistente tendencia al alza en las cifras de escolarización de las enseñanzas secundarias, con niveles de participación crecientes que constituyen cada año un nuevo record; y además, al declarar obligatoria la enseñanza secundaria, ésta deja de tener un carácter propedeútico, como paso hacia la Universidad, y se configura como una etapa educativa con valor en sí misma. Esta situación contrasta fuertemente con la de treinta años antes, a finales de los sesenta, cuando la ausencia o la exclusión de la escuela, con el analfabetismo consiguiente, era la norma en muchas de las zonas rurales y en los barrios más desfavorecidos de las grandes ciudades, con una tasa de escolarización de secundaria en torno a la cifra del 9% de cada cohorte de edad (Esteve, 1989d).
La situación actual carece de precedentes históricos, supone el fin de un sistema educativo basado en la exclusión, y configura una nueva concepción de nuestro sistema de enseñanza que aún no somos capaces de valorar en su justa medida, porque todos nosotros hemos sido educados en el anterior sistema educativo, y al carecer de otras referencias, tendemos inevitablemente a comparar los problemas actuales con situaciones anteriores, sin entender que la generalización de la enseñanza al cien por cien de la población supone un cambio cualitativo que modifica los objetivos, las formas de trabajo y la esencia misma del sistema educativo.
Este cambio de etapa, marcado por la aceleración del cambio social, explica por qué pese a tener el mejor sistema educativo que hemos tenido nunca, los profesores con mayores niveles de preparación, y unas dotaciones financieras y materiales impensables hace muy poco tiempo, prevalece un sentimiento de crisis, e incluso un generalizado desconcierto entre los profesores y los padres de los alumnos al constatar que la enseñanza ya no es lo que era (Esteve, 1991). La clave para deshacer esta aparente paradoja está cifrada en la tendencia a juzgar el nuevo sistema de enseñanza con la mentalidad y los baremos de la antigua enseñanza selectiva, en la que nos educamos la mayor parte de los adultos del presente. Y así, aún seguimos queriendo aplicar a la nueva situación de enseñanza general los parámetros y valores de la situación previa, en la que sólo una minoría tenía acceso a la enseñanza, y el sistema selectivo de exclusión expulsaba cada año a los alumnos que planteaban cualquier problema de conducta en clase o tenían dificultades en el dominio de las materias de enseñanza. Igualmente, en la actualidad, criticamos el fracaso escolar de un porcentaje de nuestros alumnos sin darnos cuenta de que su escolarización es un éxito, porque aunque su nivel sea bajo, antes no tenían ningún nivel. Hablamos de que el nivel educativo baja, cuando en realidad el nivel educativo sube -el nivel general de la población y el nivel individual de los mejores alumnos-. En efecto, es verdad que existen en nuestro sistema de enseñanza alumnos con un nivel educativo muy pobre, pero aun así es un éxito que tengan algo de educación porque antes estaban en la calle; y en cualquier caso, nuestro sistema de enseñanza produce hoy un mayor porcentaje de alumnos con mejores niveles de los que tenían los mejores alumnos de los años sesenta. El elemento central de cambio, la transformación más sustancial, es que hemos eliminado la exclusión, y hoy perviven en nuestros centros de secundaria, junto a alumnos de excelente nivel, miles de niños que antes expulsábamos. Como decían los Alumnos de Barbiana, nuestro anterior sistema educativo actuaba como un hospital que rechazaba a los más enfermos; ya que los alumnos más torpes y los que planteaban cualquier problema de conducta eran eliminados en alguno de los mecanismos selectivos del sistema. Sin embargo, desde la perspectiva individual del profesor en el aula la visión del panorama se acerca mucho a la del húsar: antes él tenía una clase con veintiocho alumnos buenos y dos malos, y ahora los números se han invertido. Desde su perspectiva individual el nivel de enseñanza ha bajado indiscutiblemente, pero multiplicando los dos buenos de cada clase por el inmenso número de nuevos centros de enseñanza descubrimos que el nivel de los mejores sube; también sube el nivel de los peores, porque aunque sea bajo antes era igual a cero, ya que los expulsábamos del sistema educativo.
Por eso, enseñar hoy, es algo cualitativamente distinto de lo que era hace treinta años. Básicamente, porque no tiene el mismo grado de dificultad trabajar con un grupo de niños homogeneizados por la selección, que atender al cien por cien de los niños de un país, con el cien por cien de los problemas personales y sociales pendientes (Esteve, 1994). Por eso, hoy el trabajo de muchos de nuestros profesores de primaria está más cerca de las labores de un asistente social que del papel tradicional de un maestro; y esta nueva situación exige de nuestros profesores de secundaria asumir labores educativas más cercanas al trabajo de un maestro de primaria que a su papel tradicional de formación intelectual. La Historia no tiene marcha atrás. La solución no es volver al sistema de exclusión, ni establecer guetos para los más torpes. La sociedad pide a nuestros profesores un esfuerzo de integración que éstos afrontarán con generosidad; pero al mismo tiempo nuestra sociedad debe apoyar y revalorizar el trabajo de nuestros profesores para no enfrentarlos a una tarea imposible.
El paso desde una educación selectiva a una educación general se ha basado en la ampliación de la escolaridad obligatoria. Por primera vez en la Historia, la LOGSE ha declarado obligatoria la educación secundaria, haciendo realidad la utopía enunciada en los años veinte por Tawney y el movimiento inglés Secondary Education for All. Esta declaración supone una nueva etapa, un corte definitivo sobre la realidad anterior de una educación secundaria reservada a las minorías que iban luego a acceder a la Universidad, pero debemos ser conscientes de dos problemas enormes que esta nueva situación plantea.
El primero, la ruptura de la relación educativa que ya no pone en contacto a un alumno que quiere aprender con un profesor que le guía en su desarrollo intelectual; sino a un profesor con un grupo heterogéneo de alumnos entre los que se incluyen algunos que declaran explícitamente que no quieren estar en clase y que acuden obligados por la ley, lo cual convierte al profesor en el representante de la institución a la que el alumno está obligado a asistir (Merazzi, 1983; Melero, 1993).
El segundo problema es la declaración implícita de que la institución escolar es el único camino de acceso a la vida adulta. En efecto, a la búsqueda de una mejora en la igualdad de oportunidades se han eliminado los recorridos curriculares alternativos, buscando un curriculum integrador y comprensivo que todos los alumnos deben seguir hasta una edad cada vez mayor, conforme se aumenta la escolaridad obligatoria (Kallen y Colton, 1980). De hecho, esto supone declarar a la escuela como el único camino para integrarse en la vida adulta. Sin embargo, algunos profesores de secundaria se cuestionan muy seriamente sobre el sentido que tiene prolongar una escolaridad reincidente en el más absoluto fracaso escolar, en contra de la voluntad del alumno, y declarando que eso es mejor que la incorporación a un ciclo de formación profesional o al mundo del trabajo; y sus dudas nacen al constatar la profunda desvalorización personal que tal situación produce en los alumnos. Mi experiencia como educador me dice que nada hay tan imposible como enseñar al que no quiere, y que alumnos que fracasan en su experiencia escolar hasta considerarse personalmente como completos inútiles se incorporan luego con éxito al mundo del trabajo donde vuelven a recuperar la confianza en sí mismos y el sentimiento de ser alguien y servir para algo que la escuela les había arrebatado.
En cualquier caso, para hacer frente a los nuevos problemas derivados de la extensión de la educación obligatoria al ámbito de la educación secundaria necesitamos unos profesores más centrados en la tarea de educar y más ligados a la idea de generar una cultura general, con una clara ruptura del modelo tradicional del profesor de secundaria centrado en los contenidos académicos que daban acceso a la enseñanza universitaria (Helsby, 1999). Y aquí aparece un problema de identidad profesional: muchos de nuestros profesores de secundaria, formados en las Facultades de Ciencias y Letras, rechazan el papel de educador, para el que no se les ha formado y que no sabrían cómo afrontar, y se resisten a abandonar el papel universitario de conferenciante, con el cual identifican sus responsabilidades docentes.
2. NUEVOS PROBLEMAS EDUCATIVOS DERIVADOS DE LA ACELERACIÓN DEL CAMBIO SOCIAL
En los últimos veinte años se rompe el consenso social sobre los objetivos que deben perseguir las instituciones escolares y sobre los valores que deben fomentar. Aunque este consenso no fue nunca muy explícito, en épocas anteriores -al vivir en una sociedad más cerrada y autoritaria- había un acuerdo básico sobre los valores a transmitir por la educación. De esta forma, la educación reproducía núcleos de valores ampliamente aceptados, tendentes a una socialización convergente, es decir a la unificación e integración de los niños en la cultura dominante (Giroux y MacLaren, 1998; Chauchat, 1999). En buena medida esta situación venía favorecida por el hecho de una mayor estabilidad de la población, unificada socialmente en torno a una cultura nacional establecida, donde los fenómenos migratorios estaban marcados por el deseo de abandonar una sociedad malquerida y de integrarse entusiásticamente en la cultura de una nueva tierra prometida. Este deseo de integración es una de las claves del éxito del modelo educativo del "crisol", desarrollado en Estados Unidos por John Dewey cuando a este país llegaban cientos de emigrantes de otras culturas a los que se trataba de "fundir" en la cultura de raíz anglosajona, basada en la idea de la democracia (Dewey, 1916).
En el momento actual nos encontramos ante una auténtica socialización divergente, cuyo desarrollo extremo podría poner en peligro la mínima cohesión social sin la cual una sociedad se disgrega (Esteve, 1998b): por una parte, vivimos en una sociedad pluralista, en la que distintos grupos sociales, con potentes medios de comunicación a su servicio, defienden modelos contrapuestos de educación, en los que se da prioridad a valores distintos cuando no contradictorios; por otra parte, la aceptación en educación de la diversidad propia de la sociedad multicultural y multilingüe y la falta de homogeneidad en los niveles de enseñanza, nos fuerzan a la modificación de nuestros materiales didácticos y a la diversificación de nuestros programas de enseñanza (Abdallah-Pretceille y Porcher, 1996).
La escolarización del cien por cien de nuestra
población infantil supone la incorporación a nuestras aulas de alumnos con
sensibilidades culturales y lingüísticas muy diversas y con una educación
familiar de base que ha fomentado valores muy distintos desde diferentes
subculturas. Muchos profesores se quejan de la falta de unos valores mínimos,
tradicionalmente inculcados por la familia, sin los que la convivencia en clase
se hace muy difícil. No es de extrañar, por tanto, el desconcierto y las
dificultades de los profesores situados en las zonas geográficas donde esta
diversidad cultural es más patente: territorios bilingües, extrarradios de las
grandes ciudades con poblaciones de aluvión, zonas con altas tasas de
inmigración, zonas con una alta población extranjera de residencia habitual,
etc. (Kincheloe y
Steinberg, 1997).
Cada vez más, el profesor se encuentra en clase con los diferentes modelos de socialización producidos por lo que se ha dado en llamar la sociedad del mosaico (Toffler, 1990): una sociedad compuesta por diversos grupos culturales que producen una socialización primaria multicultural y multilingüe. Ser profesor en el extrarradio de cualquiera de las grandes ciudades europeas equivale a dar clase a un conglomerado de alumnos, unidos solo por la emigración, y que han recibido su socialización primaria en diferentes culturas y valores, e incluso en diferentes lenguas maternas.
El momento actual exige del profesor pensar y explicitar sus valores y objetivos educativos, ya que el proceso de socialización convergente en el que se afirmaba el carácter unificador de la actividad escolar en el terreno cultural, lingüístico y comportamental, ha sido barrido por un proceso de socialización netamente divergente, que obliga a una diversificación en la actuación del profesor; y esto, no sólo por efecto de la emigración, sino también por el fortalecimiento de la propia identidad en diversos grupos minoritarios autóctonos y en diferentes subculturas. Echar un vistazo a una clase de enseñanza secundaria en una escuela de barrio de una gran ciudad implica encontrarse con diferentes elementos integrantes de las más variadas tribus urbanas: rockeros, punkies, raphtas, grunges, skinheads... etc. La diferencia entre ellos se vuelve importante para el profesor, porque debajo de cada una de estas modernas tribus urbanas no sólo hay una peculiar manera de vestir; hay también una concepción de la vida orientada desde la perspectiva de un conjunto de valores específicos. Sin embargo, no es fácil para los profesores entender a los alumnos que las componen, ya que estas subculturas y tribus urbanas, cada vez nacen, florecen y desaparecen a un ritmo más rápido (Esteve, Franco y Vera, 1995).
Las contradicciones de la aceleración del cambio social y de las situaciones de socialización divergente plantean al profesor situaciones difíciles de resolver. Como señalan Cox y Heames (2000) una de las destrezas en las que debemos formar a nuestros actuales profesores es la capacidad de asumir situaciones conflictivas (Esteve, 1986, 1989a, 1989b, 1989c). En efecto, el conflicto se ha instalado en el interior de los claustros de profesores donde se aprecia la ruptura entre quienes querrían mantener a la educación en el marco académico propio de la etapa anterior, y quienes propugnan una reconversión que atienda, con criterios educativos, a los nuevos alumnos que acceden a ella. A partir de esta toma de postura básica, los planteamientos metodológicos se diversifican y los claustros de profesores se dividen, llevando el enfrentamiento desde el terreno valorativo al metodológico, e instaurando el conflicto profesional en el interior de los cuerpos docentes.
3. LA IMAGEN SOCIAL DE NUESTRO SISTEMA EDUCATIVO
En los últimos treinta años -como ya se ha comentado- ha cambiado radicalmente la configuración del sistema educativo, pasando de una enseñanza de elite, basada en la exclusión y la selectividad, a una situación de enseñanza general, mucho más flexible e integradora, pero incapaz de asegurar en todas las etapas del sistema un trabajo acorde con los niveles de titulación alcanzados por los alumnos. Es un problema muy simple: en una sociedad que funciona según las leyes del mercado, al aumentar el número de personas que acceden a los distintos niveles de educación éstos descienden en su valor económico. Baste pensar que hace treinta años, una persona con un título de bachillerato superior, y por supuesto con una titulación universitaria, encontraba un trabajo bien remunerado, sólo porque eran muy pocos los que accedían a estos niveles de estudios. De esta forma ha descendido, al mismo tiempo, la motivación del alumno para estudiar, y la valoración que hace la sociedad del sistema educativo, muy especialmente la que hacen los padres de los alumnos (Durning, 1999). Mientras que, hace treinta años, una titulación académica aseguraba un estatus social y unas retribuciones económicas acordes con el nivel obtenido, en el momento actual los títulos académicos no aseguran nada, manteniéndose sin embargo otros mecanismos selectivos que dependen ahora de las empresas privadas, de las relaciones sociales de la familia o de la obtención de otros conocimientos extracurriculares que no se imparten en el sistema reglado de enseñanza, tal como ocurre con los conocimientos de idiomas o de informática.
De esta forma, la evolución del sistema de enseñanza y su éxito más brillante en el terreno cuantitativo han hecho cambiar el sentido mismo de las instituciones escolares, con la consiguiente necesidad de adaptación al cambio por parte de alumnos, profesores y padres, que deben modificar su mentalidad respecto a lo que, ahora, pueden esperar del sistema de enseñanza. Obviamente, como señala Ranjard (1984), es absurdo mantener en una enseñanza masificada los objetivos de un sistema diseñado para una enseñanza de elite y, en este sentido, por la fuerza de los hechos, nuestros sistemas de enseñanza se han diversificado y hecho más flexibles; pero, ahora, sobre todo en términos de rentabilidad social, no podemos esperar de ellos los resultados que se obtenían en su antigua configuración de sistemas selectivos que atendían a una elite, tanto más restringida cuanto más se avanzaba en los escalones superiores del sistema.
Además, la ruptura del consenso sobre la educación ha modificado el apoyo del contexto social hacia la enseñanza. Por una parte el sistema de enseñanza ha defraudado a los padres respecto al futuro de sus hijos, y además algunos de ellos no están de acuerdo con los valores o con la metodología con la que se les educa; por otra, la realidad ha demostrado que su extensión y masificación sólo ha conseguido metas limitadas respecto a la igualdad y la promoción social de los más desfavorecidos.
El resultado ha sido la retirada del apoyo unánime de la sociedad, y el abandono de la idea de la educación como promesa de un futuro mejor. Buena parte de la sociedad, algunos medios de comunicación, e incluso algunos gobernantes, han llegado a la conclusión simplista y lineal de que los profesores, como responsables directos del sistema de enseñanza, son también los responsables directos de cuantas lagunas, fracasos e imperfecciones hay en él. Como han señalado Patrice Ranjard (1984) en Francia y Martin Cole (1985, 1989) en Inglaterra, la valoración negativa del profesor como responsable universal de todos los males del sistema educativo es uno de los signos de nuestro tiempo. Uno de sus reflejos más evidentes es el aumento de demandas por responsabilidad civil, accidentes, agresiones o conductas calificadas como impropias desde otro sistema de valores. Mientras que en la etapa anterior los padres estaban dispuestos a apoyar a los profesores ante las dificultades del proceso de aprendizaje y de la educación de sus hijos, en el momento actual encontramos una defensa incondicional de los alumnos, sea cual sea el conflicto, y sea cual sea la razón que asista al profesor. La falta de apoyo y de reconocimiento social de su trabajo se hace cada vez más patente; quizá también porque nuestra sociedad postmoderna ha cambiado en sus patrones valorativos, y mientras que hace unos años valoraba el saber y el ser, ahora tiende a valorar el tener y el poder.
El juicio social contra el profesor se ha generalizado. Los medios de comunicación social, algunos políticos con responsabilidad en materia de enseñanza, y sobre todo los padres de los alumnos, todos parecen dispuestos a considerar al profesor como el principal responsable de las múltiples deficiencias y del general desconcierto de un sistema de enseñanza fuertemente transformado por la dinámica de cambio social descrita, pese a que los enseñantes son, paradójicamente, las primeras víctimas (Hellawell, 1987).
Se ha modificado, igualmente, la consideración social del profesor. Se estimaba en ellos su saber, su abnegación y su vocación. Sin embargo, en el momento actual, nuestra sociedad tiende a establecer el status social en base al nivel de ingresos. Por eso el salario de los profesores se convierte en un elemento más de la crisis de identidad que les afecta. No es tanto una cuestión de cantidad cuanto de consideración social, e incluso, de un agravio social comparativo: en todos los países del occidente europeo, los profesionales de la enseñanza, en todos los grados, tienen unos niveles de retribución sensiblemente inferiores a los de otros profesionales con su mismo nivel de titulación. En consecuencia, se ha producido una desvalorización de su imagen social, paralela al desprestigio de los servicios públicos y a su desconsideración salarial, que aparecen claramente como otro de los más claros indicadores de que la educación, en realidad, no es una prioridad social (Etcheverry, 1999).
Hace unos años, los profesores de secundaria eran, a menudo, figuras literarias y científicas sobre las que se organizaba la vida cultural de muchas ciudades de provincia, y en cualquier caso, eran unánimemente respetados y socialmente considerados. Sin embargo, en el momento actual, extendidos los valores del llamado sueño americano, pocas personas están dispuestas a valorar el saber, la abnegación en el trabajo con niños, o el cultivo callado de las ciencias. Extendida la consigna postmoderna de: "buscad el poder y enriqueceos", el profesor aparece ante la mentalidad de mucha gente como un pobre tipo que no ha sido capaz de buscar otra ocupación mejor retribuida. Interiorizada esta mentalidad, muchos profesores abandonan la docencia buscando su promoción en otros campos, o en los cargos dirigentes, alejados de las aulas, que hemos visto proliferar en la enseñanza de nuestros días. Así, algunos de los que han sido incapaces de seguir día a día los problemas cotidianos del aula, se convierten en quienes dirigen, juzgan y critican a los que siguen trabajando en ellas. No es de extrañar que cunda la desmoralización, y que en los países donde hay otras alternativas laborales, como Francia, Alemania, Suecia, e Inglaterra, empiece a escasear el profesorado y a hacerse difícil el reclutamiento de jóvenes en ciertas especialidades. El Diario EL PAIS de fecha 25 de octubre de 1999, nos ofrecía un extenso reportaje sobre el tema bajo el título: Holanda se queda sin profesores. Las advertencias hechas desde mediados de la década de los ochenta por diversos autores (Hamon y Rotman, 1984; Esteve, 1984a, 1984b, 1988) se han desoído pensando que todo seguiría igual hasta que ya era demasiado tarde. Si no se promociona salarialmente a los profesores en el interior de la docencia y no se mejora su imagen social, la batalla de las reformas de nuestros sistemas de enseñanza occidentales podemos darla por perdida en manos de un grupo social desmoralizado. La batalla de la calidad de la enseñanza se juega prioritariamente en el terreno de la calidad y la motivación del personal que la atiende, mucho más que en las modificaciones estructurales o la abundancia de medios materiales (Woods, 1997). Tras unos años en los que el sistema educativo, con toda justicia, ha puesto el énfasis en el niño, en esta nueva etapa, dar calidad a nuestro sistema educativo supone abrir una nueva era en la que se revalorice la figura del profesor y se centren lo mejor de nuestros esfuerzos en darles la oportunidad de desarrollar un trabajo de calidad. Mucha gente habla de calidad en la educación; pero ésta, se mire por donde se mire, estará siempre en manos del agente directo con el que opera el sistema educativo: el profesor. Por ello, para dar calidad a nuestro nuevo sistema educativo debemos abrir una nueva etapa de apoyo al profesor.
4. LA CALIDAD DE LA ENSEÑANZA DEPENDE DE LA CALIDAD DE SUS PROFESORES
Si en la anterior etapa se puso el énfasis en la figura del alumno, ahora es preciso apoyar prioritariamente a nuestros profesores. Es necesario abrir una nueva etapa en la que recuperemos la figura central del profesor, con la convicción de que la calidad de la enseñanza depende primordialmente de la altura personal, científica y pedagógica de los hombres y mujeres que animan nuestra educación (Gray, 1999). El factor humano es el elemento central en la conquista de una mayor calidad de la educación, que será imposible mientras tengamos unos cuerpos docentes desconcertados respecto a su responsabilidad y desmoralizados ante el escaso apoyo que reciben de nuestra sociedad. Plantear este cambio de perspectiva exige un apoyo decidido de la Administración educativa y del conjunto de la sociedad al trabajo de nuestros profesores.
En primer lugar, pidiendo el apoyo de la sociedad y de los padres a su labor educativa: todos debemos reflexionar sobre el hecho de que es su trabajo el que nos mantiene entre las sociedades cultas y civilizadas, y que en los barrios más conflictivos y en las zonas rurales más apartadas hay un profesor trabajando con esos niños cuyos padres jamás fueron a la escuela. La sociedad no puede seguir pensando que la responsabilidad educativa es sólo de los profesores, mientras aplica un doble lenguaje para hablar de la educación: por una parte, la educación aparenta ser una prioridad, si se considera el discurso público de los dirigentes; pero, ese discurso no refleja una preocupación real, traducida en decisiones concretas, que den a la educación el lugar privilegiado que debe tener para el desarrollo futuro de nuestra sociedad. “La sociedad no se decide a realizar la inversión necesaria para proporcionar a todos sus integrantes las herramientas educativas básicas porque, en realidad, no asigna a esta tarea tanta trascendencia como manifiesta” (Etcheverry, 1999 :43). Basta con comparar los edificios que nuestra sociedad dedica a la educación con los que se destinan a la Administración de Justicia o a la Hacienda Pública para descubrir que la educación sólo es una prioridad en los discursos, mientras que en la realidad una buena parte de nuestra sociedad se sentiría horrorizada si su hijo les dice que quiere ser profesor. Si no se invierte esta tendencia, y nuestra sociedad no exige un trato prioritario a la educación y una revalorización social del papel de nuestros profesores, nos enfrentaremos de nuevo a la tragedia de que todo el mundo hable de lo que deben hacer nuestros profesores, mientras cada vez menos gente valiosa quiera serlo (Adams y Tulasiewicz, 1995).
En segundo lugar, la sociedad tiene que apoyar a nuestros profesores mejorando sus condiciones de trabajo. En todos los países europeos se han diseñado nuevas reformas para la enseñanza: transformadas profundamente nuestra sociedad y nuestros sistemas escolares se pretende remodelar nuestros sistemas de enseñanza para hacer factible, en la nueva situación, una enseñanza de calidad. Y, para ello, hay que entender que la Administración no puede seguir midiendo el trabajo de los profesores exclusivamente por horas lectivas. Si, con toda razón, pedimos a nuestros profesores mucho más que dar clases, tenemos que aceptar la idea de reservar una parte de su tiempo para todas esas actividades que les pedimos al margen de las clases. Uno de los grandes problemas pendientes de la actual reforma educativa es la imposibilidad de afrontar las diversificaciones curriculares que exige la presencia en la misma clase de alumnos con niveles muy desiguales, manteniendo las mismas condiciones de trabajo respecto al tamaño de los grupos y al empleo del tiempo con las que se atendía a los antiguos grupos homogeneizados por la selectividad (Helsby, 1999).
En tercer lugar, mejorando la formación que reciben para hacerles capaces de afrontar los retos y las nuevas exigencias sociales de esta nueva etapa de la educación. En efecto, como un indicador más del aumento de calidad de la educación, en los últimos años han aumentado las exigencias y responsabilidades que nuestra sociedad pide al sistema educativo. Nuestra sociedad ha generalizado la tendencia a convertir en problemas educativos todos los problemas sociales pendientes. Así, al observar la aparición de nuevos brotes de racismo, exigimos a nuestras escuelas que incorporen una vía de educación multicultural que favorezca la tolerancia. Si aparecen nuevas enfermedades, se ponen en marcha nuevos programas de educación para la salud. Si aumentan los accidentes de tráfico, se solicita la inclusión de la educación vial. Si se extiende el uso de drogas, enseguida se propone solucionar el problema con programas educativos de prevención de la drogadicción. Con esta forma de pensar en la educación, los problemas sociales y políticos se transmutan inmediatamente en problemas educativos. A veces, la sociedad olvida el enfoque social de estos fenómenos y el análisis de sus causas sin plantearse una responsabilidad colectiva. ¿Nos damos cuenta de lo que estamos pidiendo a nuestros profesores? Tal como está ocurriendo con nuestro sistema sanitario, en los últimos años se ha extendido la crítica de la sociedad y de los medios de comunicación social sobre nuestro sistema de enseñanza. Y el problema no es una cuestión de calidad del sistema, sin duda el mejor de nuestra historia, sino más bien de una extensión desmesurada de las expectativas sociales. Pocas personas aceptan que la generalización de la enseñanza, en una sociedad de mercado, supone la desvalorización de los títulos escolares. Los padres y la sociedad no aceptan que el sistema educativo sólo produzca formación y ya no asegure el futuro de sus hijos, tal como lo hacía hace treinta años.
Ahora bien, pese a que nuestra sociedad espera que el sistema educativo asuma una importante responsabilidad en el enfrentamiento de estos nuevos problemas sociales, no hay unas directrices decididas para cambiar la formación que reciben nuestros profesores de secundaria, que aún siguen formándose como académicos, según el modelo del conferenciante o del investigador especialista vigente en las Facultades Universitarias, sin incluir cursos específicos que les permitan responder a las nuevas responsabilidades que nuestra sociedad les encomienda, ni desarrollar una acción coherente frente a estas nuevas exigencias (Marcelo, 1995). De ahí surge el desconcierto y los sentimientos de inadecuación y de malestar del profesorado: seguimos formando a nuestros profesores de secundaria para dar unas clases imposibles en unos centros de enseñanza que ya no existen. La presión del cambio social ha modificado profundamente el trabajo educativo de nuestros profesores de secundaria, el tipo de alumnos que acuden a ella, y el clima de las aulas; sin embargo, la misma sociedad que pide a nuestros profesores asumir nuevas responsabilidades no les prepara, en su periodo de formación inicial, para hacer frente a las realidades profesionales a las que luego se van a enfrentar.
5. VIOLENCIA EN LAS AULAS: UN SÍNTOMA QUE NOS OBLIGA A REMODELAR LA DISCIPLINA ESCOLAR Y LAS ESTRATEGIAS DOCENTES
Muchas personas, incluso desde el ámbito profesional de la educación, recurren a una dura crítica de la LOGSE como el elemento determinante de éste y otros males de la enseñanza; sin embargo, las personas que recurren a este fácil recurso crítico no caen en la cuenta de que el fenómeno de la violencia escolar es internacional: se está produciendo con los mismos o peores síntomas en el resto de los países de nuestro entorno. En Francia, desde 1996, se instaló un teléfono de emergencia para profesores agredidos, estableciendo un plan de choque contra la violencia en las escuelas, en el que se contemplaban medidas tan drásticas como utilizar policías y reclutas para vigilar las inmediaciones de los centros a las entradas y salidas de los alumnos (EL PAIS, 7 de febrero y 1 de octubre de 1996). La presión a la que están sometidos los profesores, por efecto, entre otras cosas, de la violencia y agresividad en los centros escolares, es citada explícitamente como una de las causas del abandono de los profesores en Holanda, donde la escasez de profesores afecta al 70% de los institutos de secundaria, hasta el punto de que el Parlamento ha tenido que aceptar la reducción de la semana escolar a cuatro días para afrontar la disminución de docentes (EL PAIS, 25 octubre 1999 y 11 de diciembre de 2000). No vale la pena hacer ningún comentario sobre la situación de violencia en los centros escolares de los Estados Unidos, ya que con excesiva frecuencia encontramos noticias que nos hablan de situaciones de violencia graves, con un elevado número de muertos y heridos ante la inexplicable actitud de unos alumnos que acuden un buen día al centro provistos de armas de fuego. Para resumir, baste con decir que en EE.UU. los detectores de metales se han convertido en un elemento más del mobiliario escolar, y que la última moda es cambiar su emplazamiento aleatoriamente, cada día, para evitar que los alumnos burlen la eficacia de los detectores situados en la entrada metiendo las armas por las ventanas. Para resumir la situación internacional puede citarse el caso de Japón, un país tradicionalmente orgulloso de la disciplina de sus escuelas. EL diario ABC de Madrid, en su edición del 9 de febrero de 1999, nos daba cuenta de una encuesta realizada por la Agencia de noticias Kyodo, según la cual el 45% de los profesores de las escuelas primarias y secundarias reconocen enfrentarse a un colapso de la disciplina en el aula, a partir del fenómeno que allí llaman “gakkyu hokai” o clases desintegradoras. La muerte de una profesora a manos de un alumno de 13 años; o la hospitalización de cinco profesores, heridos por dos alumnos de 15 se citan como ejemplos de esta desintegración de la disciplina escolar.
Si salimos del efímero círculo de las noticias de actualidad y recurrimos a las bases de datos internacionales que registran la investigación educativa sobre el “School Bullying” (vid. ERIC), nos encontraremos con que apenas si existen referencias de investigación sobre la violencia escolar hasta la década de 1980, produciéndose a continuación una clara tendencia al alza que culmina en los últimos cinco años con una auténtica avalancha de estudios, artículos científicos sobre el tema, informes oficiales, y números monográficos (Infancia y Aprendizaje, 1995; Revista de Educación, 1997; Cuadernos de Pedagogía, 1999). En nuestro ámbito, el extenso Informe del Defensor del Pueblo sobre la Violencia Escolar (1999) nos ofrece un amplio panorama de la investigación española sobre el tema.
Por tanto, no podemos establecer una relación simplista entre una determinada ley española y la aparición de un fenómeno como la violencia escolar que, como vemos, tiene carácter internacional. Por tanto, para indagar sobre sus causas, debemos intentar abordarlo desde los enfoques habituales que corresponden al análisis de los fenómenos sociales.
Nuestra sociedad aplica a la violencia un doble lenguaje educativo. Por una parte se encomienda al sistema de educación formal que emprenda campañas de prevención de la violencia y de mejora de la convivencia entre los alumnos (Trianes y Fernández-Figarés, 2001; Ortega, 1997); pero, en el ámbito de los valores sociales vigentes, transmitidos en la educación informal, nuestra sociedad utiliza la violencia como una conducta admitida, sacralizada y que, no sólo se acepta y se valora socialmente, sino que incluso se emplea como un medio de entretener el ocio de los niños. Vale la pena consultar el excelente libro de Loscertales y Núñez (2001) titulado: Violencia en las aulas. El cine como espejo social, en el que se analiza minuciosamente la presentación de la violencia en la filmografía contemporánea dedicada a la enseñanza.
Como puede observarse en el estudio de Loscertales y Núñez, existe una auténtica cultura social que exalta la violencia. La violencia se utiliza como una forma de entretenimiento para los niños, de forma cotidiana, en el cine y en la televisión. El diario EL PAIS del 18 de diciembre de 1997 nos daba la noticia de que más de 700 niños japoneses habían tenido que ser hospitalizados con crisis epilépticas, convulsiones, vómitos, irritación de ojos y problemas respiratorios después de ver un capítulo de la serie de televisión Pokemon. Había niños de hasta tres años de edad, y la gravedad del suceso obligó incluso a una intervención del primer ministro japonés, y a un recorte de determinadas escenas de la serie que se estaba emitiendo. ¿Hace falta que lleguen a los hospitales más de 700 niños para que nos planteemos qué estamos ofreciendo a nuestros niños como entretenimiento? Recientemente, la película Hannibal ha batido auténticos records de audiencia. A propósito de ella, un comentarista ha expresado su convencimiento de que una sociedad que utiliza ese tipo de películas para entretenerse es una sociedad profundamente enferma; sin embargo, las películas basadas en la violencia, brutal y gratuita, son todo un género que se destina comercialmente al público juvenil. Series como La jungla de cristal, Terminator, Robocop, y otras muchas, tienen como único argumento una exhibición de la violencia como forma de resolver situaciones; pero además una violencia que se justifica indiscutiblemente, que se presenta como modelo, y que busca nuevas formas, cada vez más sofisticadas, cada vez más crueles. Los profesores no podemos tener éxito en el intento de educar en valores como la paz, la tolerancia, la convivencia y el diálogo como forma de resolver los conflictos, mientras nadie controle la exaltación de la violencia en el material que se produce para entretenimiento de los niños y de los jóvenes. Desde hace muchos años, los trabajos de Bandura (1977, 1984) demostraron que numerosos comportamientos se adquieren por imitación de las conductas sociales que se presentan a los niños y a los adolescentes. En la investigación sobre La influencia de la publicidad en T.V. sobre los niños (Esteve, 1983) se demostró la enorme capacidad de penetración de estos mensajes audiovisuales para determinar la conducta posterior del niño; y esto hablando de niños normales, ¿nadie se ha puesto a pensar en los efectos de esta cultura de la violencia en los niños más débiles, en los niños límite, en los niños y jóvenes mentalmente desequilibrados y con predisposición a la violencia? En el reciente asesinato de Klara, una chica de 16 años en San Fernando, producía escalofríos oír la naturalidad y la inconsciencia con que sus dos amigas reconocían haberla asesinado, declarando que lo habían hecho “para probar qué se sentía”y “para ser famosas”. El problema de la violencia es un problema social; no es sólo un problema escolar. Por efecto de esta sacralización de la violencia y de la marginación social, nuestros barrios y nuestras ciudades son también más violentos, la violencia está en la calle y no se detiene a la puerta de las aulas. Esteve (2001), describe una agresión gratuita a un desconocido, sin justificación alguna, por simple diversión, protagonizada por un grupo de niños de catorce años escapados de un centro de secundaria.
El paso desde un sistema de enseñanza de elite al nuevo sistema de enseñanza general ha supuesto la aparición de nuevos problemas cualitativos sobre los que se impone una reflexión profunda. Enseñar hoy, es algo mucho más difícil de lo que era hace treinta años. Fundamentalmente, porque no tiene el mismo grado de dificultad trabajar con un grupo de niños homogeneizados por un sistema selectivo que los cribaba año a año, que atender al cien por cien de los niños de un país, con el cien por cien de los problemas sociales pendientes que esos niños llevan consigo. Ahora todos los niños están en una escuela. Traducido, eso quiere decir que hemos escolarizado a todos los niños más agresivos y a los más violentos; y además, ahora, definida la educación como un derecho, no podemos volver a emplear la única estrategia que desde siempre ha aplicado la escuela a estos niños: expulsarlos. Atender a toda la población infantil, sin exclusiones, supone meter de golpe en nuestras escuelas todos los problemas sociales y psicológicos de todos nuestros niños, y ésta es una labor sin precedentes. Nunca lo habíamos intentado antes. No tenemos procedimientos para tratar con los niños más problemáticos porque lo que hacíamos con ellos hasta ahora era expulsarlos. Ahora tenemos en nuestros centros a todos los niños que se drogan; a todos los niños que soportan palizas de sus padres; a todos los niños que han aprendido la agresividad de unos padres alcoholizados o con síndrome de abstinencia; a todos los niños que nunca han tenido afecto ni unos padres a los que poder imitar; a todos los niños que no han aprendido las normas de convivencia social, o pero aún, han aprendido las normas de la agresividad como reacción a la exclusión; a todos los niños cuyos padres malviven como inmigrantes en condiciones infrahumanas y soportando humillaciones cotidianas; a todos los niños cuyos padres están en la cárcel y sobreviven al cuidado de un familiar; a todos los niños -más de los que pensamos en nuestra sociedad opulenta- que aún pasan hambre y frío; a todos los niños que sufren, siempre son los más débiles, la agresividad de unos padres hundidos por el paro, por la marginación, por la exclusión de una sociedad que ha hecho de los recortes de plantilla un mecanismo habitual para aumentar los beneficios. Todos estos niños están en nuestros centros educativos. Todos ellos están al cuidado de un profesor o de una profesora a los que no se ha preparado para actuar como asistentes sociales; pero que deben solucionar primero esos problemas previos que bloquean la capacidad de aprender
El trabajo desarrollado por Esteve, Merino y Cantos (2001) con una muestra de 1.886 niños pertenecientes a 21 centros de E.S.O. en tres poblaciones del Campo de Gibraltar y en la Ciudad de Melilla establece una clara relación entre el autoconcepto de los niños y las respuestas agresivas. En efecto, tras aplicar a todos ellos la Escala de Autoconcepto para Adolescentes de Piers-Harris y la Escala de Mediadores Cognitivos de la Conducta Agresiva de Díaz-Aguado se encontraron correlaciones significativas y negativas entre ambos factores; es decir, cuánto peor es el autoconcepto del adolescente mayor es su tendencia a emplear, aceptar y justificar las respuestas agresivas.
Quizá el dato más importante de este estudio sea el de que, en los cinco grupos culturales estudiados, con independencia de otros factores, si se divide a los adolescentes en tres grupos, los de autoconcepto bajo, autoconcepto medio y autoconcepto alto, las puntuaciones en la Escala de Conducta Agresiva descienden proporcionalmente conforme aumentan las puntuaciones en autoconcepto. Es decir, en todos los grupos culturales estudiados, los niños de autoconcepto bajo siempre tienen unas puntuaciones más altas en sus conductas agresivas que los niños de autoconcepto alto.
Aquí tenemos un elemento clave para el enfrentamiento de las conductas agresivas en el aula. Como saben muy bien los profesores y profesoras que cada día atienden a los niños conflictivos en las aulas, antes de poder enseñarles algo significativo, deben solucionar toda una serie de problemas básicos que podríamos resumir diciendo que tienen que lograr la mínima estabilidad y la mínima paz interior sin la cual es imposible el estudio. Esto supone hacer frente a problemas sociales cuyas raíces están fuera del aula, y desde esta perspectiva resulta insultante culpar a los profesores que atienden a estos niños de que no hacen un trabajo de calidad o de que en sus aulas haya altas tasas de lo que llamamos fracaso escolar, aplicando a esta nueva situación de enseñanza los baremos de la antigua enseñanza selectiva.
6. LA RESPONSABILIDAD EDUCADORA: UNA TAREA COMPARTIDA
Los nuevos problemas y las crecientes dificultades de nuestros centros escolares no pueden valorarse con exactitud más que situándolos en el proceso de cambio registrado en el sistema educativo durante los últimos años.
Sólo a partir de una visión global de los nuevos problemas generados por la influencia de los cambios sociales es posible diseñar unas pautas de intervención capaces de mejorar la calidad de nuestro nuevo sistema educativo. Las respuestas a la violencia escolar deben plantearse simultáneamente en dos frentes:
1. Las condiciones de trabajo de los agentes del sistema educativo (dotaciones de material, tratamiento específico de las zonas de educación compensatoria, relaciones profesor-alumno, reconsideración de las funciones de dirección y supervisión).
2. Formación de profesores para
afrontar las nuevas dificultades del aula (formación inicial y formación
continua).
Todo el mundo habla de darle calidad a nuestro
sistema educativo, pero si no se enfrentan los nuevos problemas generados por
estos cambios, aún se agudizarán las disfunciones de nuestro sistema educativo,
y aún descenderá la calidad de nuestra enseñanza, ya que la actual situación de
crisis aumenta la desmoralización del personal educativo. Y éste, junto con las
organizaciones No-Gubernamentales son de las pocas instituciones que están implicadas,
cada día, en labores de cohesión social y en paliar las consecuencias de la
marginación que genera un desarrollo insostenible.
Previamente, hemos hablado de la relación entre autoconcepto y conductas agresivas. La familia es el agente básico en la formación del autoconcepto y en el desarrollo del proceso de socialización primaria, en el cual el niño adquiere las normas y valores fundamentales para vivir en sociedad. Sin embargo, las presiones económicas y sociales han desestructurado a muchas familias que ya no pueden ofrecer a sus hijos los dos elementos básicos para la construcción del autoconcepto: afecto y modelos de conducta (Musitu, 2001). Familias con ínfimos niveles culturales son capaces de ofrecer a sus hijos ambas cosas. Sin embargo, un abundante número de familias, a veces de mayor nivel cultural y social, han llegado a tal nivel de desestructuración que no pueden o no quieren ofrecer a sus hijos ninguno de los dos materiales con los que construir su autoconcepto, con los que ordenar el mundo que les rodea y llegar a una imagen integrada del mundo y de sí mismos. Desprovistos de afecto y de modelos de conducta los niños recurren a las reacciones agresivas, primero como una forma de reclamar atención, después como una venganza ante un mundo hostil que no les entiende y que les margina, precisamente a causa de sus mismas respuestas agresivas. El círculo vicioso se retroalimenta. La violencia engendra más violencia y se vuelve contra quienes la utilizan. La sociedad genera más represión y con ella más agresividad contenida. Las instituciones sociales diseñadas para contener a los individuos más agresivos se basan en la privación de libertad y suelen constituir una auténtica escuela de delincuencia. Internar a un niño en una de ellas, por regla general, es hacerlo irrecuperable.
Diversos factores contribuyen a fortalecer la idea de que la familia -tal como se quejan muchos profesores- se inhibe en algunas de sus responsabilidades educativas básicas. Entre estos factores cabe citar: la escasa aceptación de responsabilidades educadoras respecto a sus hijos por parte de los hombres; la incorporación masiva de la mujer al mundo del trabajo, y la consiguiente reducción en el número de horas de convivencia con los hijos; igualmente, el modelo de familia se ha reducido en el número de sus miembros acabando con la labor educadora que previamente ejercían abuelos y hermanos mayores. Como consecuencia de ello, cada vez se extiende más la idea de que toda la labor educativa debe hacerse en los centros de enseñanza, produciéndose auténticas lagunas si la institución escolar descuida un campo educativo, aunque se trate de valores básicos, como las normas de comportamiento social o el equilibrio emocional, tradicionalmente transmitidos en el ámbito familiar. Como reflejo de esta inhibición se extiende la exigencia de que las instituciones escolares entren en el terreno de la educación moral; a pesar de que no está nada claro que la institución escolar pueda obtener éxito si es la única responsable a la hora de enseñar el valor de la honradez, la importancia del respeto a los demás, o el valor de la tolerancia y la convivencia, mientras el resto de las instituciones sociales, y sobre todo la familia, se inhiben en la transmisión de estos valores, e incluso fomentan los valores contrarios permitiendo que los niños se eduquen en la agresividad, en la cultura de la violencia y en la justificación de la agresión como una forma viril de solucionar los conflictos.
Cotidianamente, nuestros profesores constatan que los padres de los alumnos más conflictivos se desentienden de cualquier contacto con las instituciones escolares de sus hijos, haciendo buenas las conclusiones de los trabajos de Husen (1972) que, sobre un amplio abanico de factores implicados, señalan las expectativas de los padres sobre el futuro de sus hijos como el factor que más alto correlaciona con el éxito y el fracaso escolar.
Nadie puede esperar que la educación solucione ninguno de los problemas sociales pendientes mientras dejemos solos a los profesores, y el resto de la sociedad se inhiba en sus responsabilidades educativas. Ciertamente, nuestro sistema de educación debe dar respuestas educativas a los nuevos problemas sociales, pero también deben desarrollarse los conceptos de sociedad educadora y de relación escuela-familia para crear una conciencia de responsabilidad compartida.
7. CARENCIAS Y NECESIDADES DEL PROFESORADO
Como hemos visto, las relaciones personales en los centros de enseñanza han cambiado haciéndose más conflictivas, y muchos profesores y claustros no han sabido buscar nuevos modelos de organización de la convivencia y nuevos modelos de orden, más justos y con la participación de todos. Una buena parte de los claustros, institucionalmente, han optado por la inhibición educativa, sin marcar una política educativa de carácter general al respecto, y tratando cada caso aislado como si fuera un problema personal y concreto del profesor o del alumno que sufre una situación de conflicto. Se pasan por alto diversas actuaciones menores que engendran violencia, y se pretende actuar sólo ante situaciones de conflicto grave. Desde mi punto de vista, es la permisividad de muchos profesores que quieren ahorrarse conflictos en los pequeños detalles la que permite finalmente un clima generalizado de violencia y agresividad en los centros (Esteve, 2001).
Es cierto que se ha registrado un aumento de la violencia en las instituciones escolares. El informe del Defensor del Pueblo nos ofrece datos pormenorizados del aumento de las agresiones en los centros educativos del País Vasco y Navarra, en los que se pasa de 138 expedientes por agresión en el curso 1995-96, a 173 en el curso 96-97, y a 321 en el curso 97-98. Según dicho informe: “los resultados muestran claramente que el tipo de conflicto más habitual es el que se produce entre alumnos (70%), siendo mucho menos frecuente la agresión de alumnos hacia profesores (20%) -que se limita en la inmensa mayoría de los casos a agresiones verbales-, y prácticamente inexistente la de profesores a alumnos” (Defensor del Pueblo, 1999 :186). También se señala en el informe que estos casos de agresiones están claramente concentrados en determinados centros escolares. La Consejería de Educación y Ciencia de Andalucía puso en marcha en 1997 un programa de asistencia psicopedagógica basado en “El Teléfono Amigo”, como parte de un Programa de Convivencia en los centros escolares, en el que se registraron 875 llamadas en dos años (1997-1999) referidas a maltrato entre compañeros o compañeras escolares sobre un total de 1.235 llamadas, lo cual sitúa los casos de maltrato escolar en el 70% de las llamadas relacionadas con maltrato en general. En el Informe de Evaluación realizado por el Consell Superior d’Avaluació del Sistema Educatiu en Cataluña encontramos que a la pregunta: “En este centro se presentan a menudo situaciones de violencia entre personas”, contestan que están “muy de acuerdo” el 2,3 % de los encuestados y “de acuerdo” el 7,9%; respecto a la violencia hacia los materiales, las cosas y los muebles, se registra un porcentaje del 6,4% “muy de acuerdo” y un 14,8% “de acuerdo” (Bisquerra y Martínez, 1998 :67). Por último el estudio realizado por el mismo MEC en el curso 1996-97, e incluido en el estudio del Defensor del Pueblo (1999: 188) aporta las siguientes conclusiones: “En los últimos tres años se impusieron sanciones en materia de disciplina, previa iniciación de expediente disciplinario, en el 30% de los centros. Casi el 60% de las respuestas indican que ha habido agresiones entre alumnos en el centro en los últimos tres años, aunque éstas han tenido carácter aislado. Sólo un 7% de las respuestas contabilizan más de 10 agresiones en el centro durante ese periodo de tiempo”. El Informe del Defensor del Pueblo concluye que: ”los datos proporcionados por las Administraciones educativas parecen apuntar a que el problema de la violencia escolar tiene en nuestro país una incidencia relativamente baja, si se compara con los datos obtenidos en estudios llevados a cabo en otros países europeos (Ídem :189). Estos datos, como podemos observar, sostienen la argumentación empleada en la introducción en el sentido de que los episodios de violencia escolar se relacionan con la dinámica social y no con una determinada coyuntura legislativa. Así lo entienden los profesores, de los que el 64% relacionan las conductas agresivas de los alumnos con “el contexto social”, frente a un 27% que cita “la ampliación de la edad de escolarización” y un 17% que la atribuye al “tipo de organización y clima del centro” (Ídem :tabla 5.94).
Ahora bien, además de estos casos de agresiones físicas consumadas, en torno al 25% de los profesores declaran haber sentido miedo a ser agredidos por un alumno. Por tanto, nos encontramos con que el miedo a ser agredido multiplica por cinco a las agresiones reales. A veces, sobre todo en la prensa pero también en los claustros se magnifican este tipo de situaciones, generando un aumento del miedo a ser agredido que multiplica el conflicto de las agresiones reales. En realidad, el problema de la violencia en los centros escolares es minoritario, aislado y esporádico. No más que el reflejo, en las instituciones escolares, del ambiente social del barrio o de las grandes ciudades que también se ha hecho más violento (Cerezo, 1996, 1998; Ortega, 1994). Sin embargo, psicológicamente, el efecto del problema se multiplica, llevando a numerosos profesores que nunca han sido agredidos y que probablemente no lo sean nunca, hacia un sentimiento de intranquilidad, de malestar más o menos difuso, que afecta a la seguridad y confianza de los profesores en sí mismos. Según un informe de la O.I.T., las agresiones a los profesores se dan con mayor frecuencia en la enseñanza secundaria que en la primaria, en una proporción de 5 a 1; están generalmente protagonizadas por alumnos varones y con más frecuencia dirigidas contra profesores varones, en la proporción de 3 a 1. Sociológicamente se distribuyen de forma desigual según el emplazamiento de las instituciones escolares, alcanzando al 15% de las escuelas situadas en grandes aglomeraciones urbanas, al 6% de las situadas en zonas urbanas no masificadas, y sólo al 4% de las ubicadas en zonas rurales. Igualmente hay una diferencia significativa en contra de los centros de enseñanza grandes o con un número excesivo de alumnos.
A los profesores actuales nos toca afrontar las dificultades de dar respuesta al gran desafío de la educación del siglo XXI: dar calidad a la educación en el nuevo panorama que supone trabajar con el cien por cien de los niños de un país, dar calidad a la educación de un sistema educativo que, por primera vez en la Historia, abandona la pedagogía de la exclusión intentando ofrecer una respuesta educativa a los miles de niños que, con escaso apoyo familiar, se incorporan por primera vez a nuestras escuelas, porque ni sus padres ni sus abuelos estuvieron escolarizados. Esta es la tarea, y yo espero que los profesores tendrán la generosidad suficiente para afrontarla. Sin embargo, es necesario pedir a la sociedad un mayor compromiso con la educación. En primer lugar, reconociendo las nuevas dificultades que enfrentan los profesores y ofreciéndoles mejores condiciones de trabajo para atenderlas. En segundo lugar, buscando una mayor implicación y un mayor apoyo de los padres en los problemas de la educación de sus hijos, de la que no pueden inhibirse pensando que ya hacen bastante con enviarlos a que otros les eduquen. En tercer lugar, asumiendo las responsabilidades sociales colectivas que implica educar. Los adultos en general no podemos inhibirnos en la calle ante las actitudes vandálicas de los jóvenes porque esta actitud permisiva destruye el trabajo educativo de los profesores. Por último, afrontando responsabilidades educativas en los claustros y colectivos de profesores, y adoptando desde la Administración educativas medidas de apoyo a los profesores, a veces tan simples como la de no construir centros escolares grandes, en los que el exceso de alumnos hace las relaciones más impersonales y favorece la aparición de respuestas agresivas y situaciones de violencia. Desde esta perspectiva habría que considerar que el aumento de la escolaridad obligatoria supone un nuevo esfuerzo para los profesores. Fundamentalmente en las zonas más desfavorecidas y con mayores tasas de fracaso escolar. En ellas, habrá que diversificar las opciones ofrecidas a los alumnos, con más personal y mejores medios, planteando un mapa realista de zonas de educación compensatoria, para evitar que la generalización de la escolaridad suponga en la práctica, para muchos niños, unos años más de aparcamiento gratuito en el sistema escolar, convirtiendo a sus profesores en vigilantes de su permanencia formal en las aulas.
8. PROPUESTAS PARA LA FORMACIÓN INICIAL Y PERMANENTE DEL PROFESORADO
Como ya se ha destacado en escritos anteriores (Esteve, 1997), nuestros profesores de secundaria aprenden a serlo, mayoritariamente, por ensayo y error. En el momento actual, el núcleo de la formación de nuestros profesores de secundaria se centra en cuestiones académicas, con una profunda formación sobre los contenidos científicos durante cinco o seis años de licenciatura universitaria; sin embargo, su formación en el ámbito de la psicopedagogía, y su conocimiento de los mecanismos de interacción en clase apenas si han ocupado algún comentario teórico durante su proceso de formación inicial. Como han señalado Vonk (1983) y Veenman (1984), el profesor debutante sufre un auténtico colapso al enfrentarse a la realidad cotidiana de la enseñanza, ya que su formación inicial se ha centrado en los contenidos cognoscitivos, y apenas si poseen destrezas sociales para afrontar sus responsabilidades en el ámbito relacional y organizativo. Para mayor desgracia, el tema de la disciplina se ha convertido en un tabú pedagógico; un tema que no se habla y que suele despacharse enunciando la necesidad de que el profesor sepa mantener la disciplina. El trabajo desarrollado por Vera (1988) demostró que la disciplina era el principal problema de los profesores debutantes, a enorme distancia del segundo, pero aun así no se suele plantear una formación inicial específica en estos aspectos en los programas de formación inicial de profesores. En consecuencia, muchos profesores debutantes, faltos de una formación específica y absolutamente desbordados por la realidad del aula tienden a recuperar estilos autoritarios y medidas represoras que pueden generar más violencia.
De hecho, Kallen y Colton (1980) en su informe para la Unesco, han relacionado el aumento de la conflictividad en la enseñanza con el aumento de la escolaridad obligatoria. La idea que defienden es que la violencia institucional que se ejerce sobre los alumnos, obligándoles a asistir a un centro escolar hasta los 16 o los 18 años, acaba exteriorizándose y canalizándose hacia el profesor, como representante más cercano de la institución en la que se les obliga a permanecer, a veces, en contra de su voluntad manifiesta. Tenemos que darnos cuenta de que nuestra sociedad nos obliga a jugar, ante estos alumnos, el papel de vigilantes en una institución en la que ellos declaran abiertamente que no quieren estar. Y si además, en esta situación, nuestro sistema escolar no ofrece a los alumnos más alternativa que la marginación, la sumisión a unas normas en las que ellos no tienen la posibilidad de participar, y se les hunde su autoestima calificándolos de fracasados un año tras otro sin ofrecerles una actividad en la que estén ocupados, ya tenemos todos los ingredientes para que la situación escolar estalle un día u otro. El problema central se concentra en la Secundaria Obligatoria porque son los niños mayores y por tanto con mayor capacidad de respuestas violentas, y porque -como ya se ha dicho- no existe ningún sistema de formación de nuestro profesorado de secundaria. Nos hemos empeñado en seguir manteniendo un modelo de formación academicista, en el que se engaña al futuro profesor durante cinco años de Universidad haciéndole pensar que va a ser químico, matemático, arqueólogo o geógrafo; luego les sometemos a ese escaso simulacro de formación, que es el CAP o el CCP; y para rematar seleccionamos a nuestros profesores con unas oposiciones en las que no hay el más mínimo criterio docente y en las que nadie se preocupa de si el candidato es adecuado para educar. Una vez concluido este sistema de no-formación de profesores, enviamos a los novatos, generalmente como interinos, a enfrentarse con treinta niños de un barrio conflictivo o de un pueblo apartado, que es donde hay mayores vacantes; y allí, en contra de lo que está previsto en la ley, por riguroso orden de antigüedad los compañeros les obsequian con las aulas peores, los horarios más desequilibrados y los grupos más conflictivos que nadie quiere. Para colmo, los novatos intentan adoptar en el aula los modelos académicos universitarios del profesor conferenciante, y pretenden contarle su tesina a los niños de quince años. En esta situación, no es de extrañar que los profesores, desconcertados e inexpertos, adopten estrategias de aula que fomentan y favorecen el conflicto. Muchos de ellos, víctimas de su propia inseguridad, pretenden hacer frente a los primeros problemas con medidas represivas indiscriminadas que no hacen más que aumentar las respuestas agresivas de los alumnos. Nuestro sistema de no-formación de profesores hace que nadie les haya contado cómo organizar la clase de forma productiva, cómo establecer y mantener ese orden mínimo sin el cual el trabajo es imposible (en eso consiste la disciplina) y cómo enfrentar los conflictos sin caer en las situaciones de indefensión (los profesores que abandonan la clase llorando), ni en las respuestas agresivas (los profesores que engendran una violencia permanente y oculta, que finalmente acaba manifestándose en diversas reacciones agresivas de los alumnos). El programa de Inoculación de Estrés, diseñado en la Universidad de Málaga con el fin de enseñar a los profesores a adquirir destrezas sociales para enfrentar situaciones conflictivas (Esteve, 1986, 1997), ha obtenido un notable éxito en Estados Unidos e Inglaterra figurando en las principales obras de referencia sobre formación de profesores (Gold, 1996 :558, 559, 590; Dean, 1996 :160, 168, 174; Travers y Cooper, 1996 :21, 22, 25, 62, 67, 255; Vandenberghe y Huberman, 1999 :192, 202) mientras que en España apenas se utiliza en la formación inicial de los profesores de secundaria en dos o tres Universidades.
En definitiva, nuestro sistema escolar mantiene en las aulas a alumnos que no quieren estar en clase, y muchos profesores identifican a estos niños como causantes de todos los problemas del aula, y fundamentalmente de la violencia escolar. La reacción de los profesores con un menor compromiso educativo es volver a echarlos a la calle, sin entender que nuestros sistemas educativos están afrontando ahora, por primera vez en la Historia, una etapa absolutamente revolucionaria: se intenta acabar con la pedagogía de la exclusión. En efecto, la mayor parte de los adultos actuales pensamos en la educación desde las concepciones del sistema educativo en el que nosotros nos educamos: un sistema educativo basado en la exclusión, en el que funcionaban dos mecanismos selectivos: el primero, de aplicación fulminante, expulsaba del colegio a cualquier alumno que planteara un problema de conducta grave; el segundo, algo más lento y sutil, pero igualmente implacable, expulsaba a los alumnos que planteaban cualquier dificultad en la comprensión o la velocidad de su aprendizaje. Esta pedagogía de la exclusión se basaba explícitamente en la idea de que estudiar era un privilegio, y que los alumnos maleducados o sin cualidades debían dejar las escasas plazas escolares a otros mejor dotados. Sin embargo, en las últimas décadas del siglo XX, los sistemas educativos de los países más desarrollados cortaron la tradición excluyente de nuestras instituciones educativas, al lograr la escolaridad plena en la educación primaria y declarar obligatoria la educación secundaria.
En esta nueva etapa, el trabajo de los profesores es mucho más difícil de lo que ha sido nunca. Frente a una situación anterior en la que el profesor daba una clase expositiva, con un nivel de aprendizaje marcado de antemano, ya que se suponía una cierta homogeneidad entre los alumnos, la situación actual hace que la mayor parte de nuestros profesores se enfrenten a un grupo de alumnos realmente muy diferentes entre sí. Ahora, afrontar una clase heterogénea plantea numerosos problemas al profesor, que debe ajustar y reorganizar su metodología didáctica. Carol Tomlinson (2001) en su libro: La clase diferenciada, propone como estrategia general la del “think versus sink approach”, es decir, plantearse pensar en lugar de hundir al alumno. En su libro podemos encontrar estrategias prácticas para organizar una clase en la que el profesor tiene que trabajar con alumnos de diferentes niveles de aprendizaje y de diferentes aptitudes e intereses. Los antiguos maestros de las escuelas unitarias rurales hacían diversificación curricular cada día, o tal como dice Tomlinson, hacían una “clase diferenciada”. Y esto suponía partir del hecho de que en el aula había niños de niveles muy diferentes, a los que había que atender simultáneamente. Para hacerlo, los maestros de las escuelas unitarias partían de un principio básico: preparar sus clases programando no lo que ellos iban a hacer el día siguiente, sino lo que los alumnos iban a hacer el día siguiente. Este cambio, aparentemente banal, supondría una modificación radical y muy positiva en las estrategias docentes de una gran parte de esos profesores que dicen estar sobrepasados ante la diversidad de sus alumnos. Nuestra formación permanente de profesores tendría que centrarse en una formación específica de reciclaje para conseguir que nuestros profesores, formados para el antiguo sistema académico, puedan hacer frente a los requerimientos de la masificación y democratización de la enseñanza, que exige de nuestros profesores una labor mucho más educativa y mucho menos académica. Para ello, han de preparar sus clases pensando en las actividades que los alumnos van a realizar, en lugar de preparar las actividades que ellos, como profesores, van a realizar. Son los alumnos los que tienen que aprender. Ellos sólo aprenden cuando se implican en una actividad de aprendizaje; por tanto, hay que programar para ellos actividades de aprendizaje. El discurso expositivo puede ser una actividad de aprendizaje; pero ellos se implican más fácilmente en estas actividades cuando, tras una introducción del profesor que marca el sentido de la actividad a realizar, son ellos quienes la realizan. Además, los maestros de las escuelas unitarias utilizaban como recurso didáctico una estrategia tan antigua como el aprendizaje mutuo. El principio es igualmente sencillo y avalado por el sentido común. Ante la imposibilidad de supervisar simultáneamente a distintos grupos que trabajan con diferentes niveles en el interior de la misma sala de clase, echaban mano de los chicos más avanzados para ayudar y supervisar a los pequeños grupos que aprendían en niveles inferiores. Esta actividad, aparentemente sencilla, implica una serie de valores educativos y organizativos muy importantes: para empezar ocupa a los más avanzados en una tarea de ayuda y de solidaridad con los más lentos; sirve de repaso y afianza el conocimiento de los más avanzados, ayudándoles, además, en el esfuerzo por explicar algo, a encontrar nuevas relaciones del saber adquirido; da valor ante el grupo a los niños que dominan un aprendizaje; ofrece a los más atrasados una explicación hecha por un compañero que tiene muy recientes las dificultades que él tuvo para aprenderlo y que es capaz de traducir a las claves de su propio lenguaje la organización de lo aprendido; divide a la clase en grupos más manejables; y, naturalmente, permite trabajar en grupos simultáneos con tantos niveles de aprendizaje como sea preciso. Nuestra formación permanente de profesores debería centrarse en el desarrollo de estas nuevas estrategias de enseñanza, permitiendo a toda una generación de profesores que comenzó trabajando en un sistema de enseñanza que ya no existe, acomodarse a las exigencias educativas de una enseñanza no-selectiva, centrada en la formación de los alumnos, y no en su exclusión del sistema educativo.
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