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La necesidad de grupos
de individuos de establecerse en un lugar distinto de su país
de origen ha generado y genera conflictos de convivencia en amplios
sectores de las sociedades de recepción. El estado de lucha que
plantea el asentamiento en el nuevo medio ha estado vinculado, desde
los tiempos más remotos, con el mundo de los prejuicios, las segregaciones
y las discriminaciones.
La complicada y antagónica
convivencia de comunidades locales con otras de diferente cultura nos lleva
a preguntarnos si es posible pensar en una vida en común entre hombres
y mujeres de diversas culturas. Claude Lévi-Strauss (1999) viene
en nuestro auxilio para intentar esbozar una respuesta. Este antropólogo
sostiene que la diversidad cultural enriquece la vida de la humanidad;
es el aporte intelectual, estético, sociológico de
todas las culturas el que forma y conforma la vida de los pueblos
que habitan la Tierra.
En este sentido, los estudios
antropológicos han permitido observar que las sociedades humanas
crecen y se desarrollan junto a otras, no permanecen nunca solas aunque
las percibamos como separadas. Es el caso, dice Claude Lévi Strauss
(ib.), de las culturas norteamericanas y sudamericanas, integradas por
innumerables núcleos sociales de variada proporción que durante
muchisimo tiempo estuvieron estrechamente relacionados entre si, aunque
casi sin contacto con el resto del mundo.
El contacto próximo,
necesario para la supervivencia de las comunidades, no impide en
ellas el anhelo o deseo de oponerse, distinguirse, ser ellas mismas. Anhelo,
según este antropólogo, que se hace posible en el encuentro
con el otro, pues las relaciones de los grupos fructifican en el
encuentro, en la cercanía con el distinto. Sin embargo, esta diversidad
también puede ser entendida desde una perspectiva más conflictiva,
como lo indica Chambers (1995), al expresar que aquel que viene de fuera
(el extranjero) pone en cuestión nuestro presente, nuestros valores,
‘nuestra constitución del orden’ porque el extranjero trae diferentes
poderes, historias, lenguajes, que ‘crean’ un significado de ‘otredad’(ib.).
Probablemente, comprender que no hay pueblos más o menos importantes
que otros contribuiría a deshacer el imaginario del inmigrante como
el extranjero, el bárbaro o el salvaje que viene a apropiarse de
nuestro territorio debido a esta ‘otredad’ de la que son portadores. Este
imaginario (Castoriadis; 1993) se sustenta en la idea de que el otro cultural
distinto de mi es inferior porque no ha logrado ciertas aptitudes o competencias
que tienen como parámetro la cultura a la que pertenezco.
En verdad todos los hombres
y mujeres tanto de los pueblos sin escritura (ágrafos) como de los
que la poseen han amado, odiado, sufrido,combatido, inventado y a través
de estas experiencias han contribuido a la construcción del mundo
que hoy vivimos.
Partiendo de estas premisas
quizás sea posible pensar la inmigración desde la dimensión
imaginaria instituyente.
El encuentro con el extranjero
‘te permite ser tú mismo haciendo de ti un extranjero’ (Chambers,
ib., p. 27), es decir un des-conocido. En esta experiencia de no re-conocerme
en mi núcleo central me descubro ‘otro’ y “lo familiar, lo
que se da por sentado, adquiere un giro insospechado <...>, a veces
mágico” (ib.,p. 34). El extranjero necesita a su vez como dice Heidegger
‘la hospitalidad que otros pueden ofrecerle’, (ib., p.13), pero contar
con esta disposición requiere de nosotros aceptar, re-conocer que
el inmigrante, él o ella, “son una presencia que cuestiona nuestro
presente” (ib.,p.21) porque representa el extrañamiento que potencialmente
encontramos en todos nosotros.
No obstante, este extrañamiento
es provocado en nosotros por aquello que se da por sentado. Lo obvio de
la tradición y de los orígenes del ‘nosotros’, del etnos,
frente al ‘otro’, es decir, el bárbaro, el extranjero queda cuestionado
si nos atenemos a las crónicas de las diásporas. Estas
dispersiones ocurridas durante el proceso de esclavización
de los negros, la expulsión de los judíos metropolitanos
de España o los grandes desplazamientos de masas rurales revelan
que nuestra procedencia más remota no tiene un sentido claro y unívoco,
contrariamente a lo que este imaginario instituido impone, la dispersión
nos enfrenta “con mezclas de historias, cruces culturales, lenguas compuestas
y artes créole que también forman parte del núcleo
central de nuestra historia.” (ib., p.34).
Por lo tanto, convivir con
los diferentes a nosotros, nos hace notar que “ya no estamos en el centro
del mundo” (ib., p.44) lo cual nos produce escozor porque nos vemos confrontados
a refutar, a deshacer el punto de vista único, uniforme, atributos
de la versión racional de la modernidad y fuente de certeza de nuestra
subjetividad e identidad.
El inmigrante, además,
nos coloca ante este dilema “reconocer en otras historias nuestra
historia, descubrir en la aparente completud del individuo moderno la incoherencia,
el extrañamiento, la brecha abierta por el extranjero que la subvierte
y nos obliga a reconocer el problema: el extranjero en nosotros mismos”
(ib., p. 46). Con lo cual nuestro sentido del ser, de nuestra identidad,
de ese núcleo central a que el imaginario instituido nos remite
queda des-centrado, desplazado y lo que hemos heredado: la cultura, el
lenguaje, la historia, la tradición adquieren otra magnitud. Por
cuanto, desde ese instante el encuentro con el extranjero nos instala en
la precariedad de nuestro ser, y con ella las incertezas, las probabilidades,
la incompletitud.
La experiencia de sentirnos
extranjeros nos delimita “umbrales para nuevos encuentros, nuevas aperturas,
posibilidades inexperimentadas” (ib., p.45) en donde podemos oír,
encontrar, vivenciar otras historias, otras lenguas, otras identidades,
otras culturas.
Entonces, desde el desenmarañamiento
de la diversidad a partir del encuentro con el otro (el inmigrante), tal
vez sería posible pensar en un diálogo entre un extranjero
que necesita de hospitalidad y otro extranjero que necesita re-conocerse.
La concreción de este diálogo dependerá de una voz
que tenga “la inciativa de conocer y comprender a la otra” (Arnaus, 1993,
p.62). Diálogo que se convierta en puerta de acceso hacia un imaginario
instituyente de un mundo unido por la multiplicidad de sentidos, que es
lo mismo que decir: diversidad.
(*) por Marta
Villa
Docente Facultad de
Ciencias Humanas- UNRC |
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