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Aprovecho la ida de
un amigo a la ciudad para volver a escribirles. No sé si mi anterior
habrá llegado a sus manos. Aquí estoy sin comunicación
con nadie en el mundo. Sé que las cartas que mandé a mis
amigos no llegaron. Es probable que éstos nuestros patrones que
nos explotan y nos tratan como a esclavos, intercepten nuestra correspondencia
para que nuestras quejas no lleguen a conocerse.
Vine al país halagado
por las grandes promesas que nos hicieron los agentes argentinos en Viena.
Estos vendedores de almas humanas sin conciencia, hacían descripciones
tan brillantes de la riqueza del país y del bienestar que esperaba
aquí a los trabajadores, que a mí con otros amigos nos halagaron
y nos vinimos.
Todo había sido mentira
y engaño.
En B. Ayres no he hallado
ocupación y en el Hotel de Inmigrantes, una inmunda cueva sucia,
los empleados nos trataron como si hubiésemos sido esclavos. Nos
amenazaron de echarnos a la calle si no aceptábamos su oferta de
ir como jornaleros para el trabajo en plantaciones a Tucumán. Prometían
que se nos daría habitación, manutención y $20 al
mes de salario. Ellos se empeñaron hacernos creer que $20 equivalen
a 100 francos, y cuando yo les dije que eso no era cierto, que $20 no valían
más hoy en día que apenas 25 francos, me insultaron, me decían
Gringo de m... y otras abominaciones por el estilo, y que si no me callara
me iban hacer llevar preso por la policía.
Comprendí que no
había más que obedecer.
¿Qué podía
yo hacer? No tenía más que 2,15 francos en el bolsillo.
Hacían ya diez días
que andaba por estas largas calles sin fin buscando trabajo sin hallar
algo y estaba cansado de esta incertidumbre.
En fin resolví irme
a Tucumán y con unos setenta compañeros de miseria y desgracia
me embarqué en el tren que salía a las 5 p.m. El viaje duró
42 horas. Dos noches y un día y medio. Sentados y apretados como
las sardinas en una caja estábamos. A cada uno nos habían
dado en el Hotel de Inmigrantes un kilo de pan y una libra de carne para
el viaje. Hacía mucho frío y soplaba un aire heladísimo
por el carruaje. Las noches eran insufribles y los pobres niños
que iban sobre las faldas de sus madres sufrían mucho. Los carneros
que iban en el vagón jaula iban mucho mejor que nosotros, podían
y tenían pasto de los que querían comer.
Molidos a más no
poder y muertos de hambre, llegamos al fin a Tucumán. Muchos iban
enfermos y fue aquello un toser continuo.
En Tucumán nos hicieron
bajar del tren. Nos recibió un empleado de la oficina de inmigración
que se daba aires y gritaba como un bajá turco. Tuvimos que cargar
nuestros equipajes sobre los hombros y de ese modo en larga procesión
nos obligaron a caminar al Hotel de Inmigrantes. Los buenos tucumanos se
apiñaban en la calle para vernos pasar. Aquello fue una chacota
y risa sin interrupción. íAh Gringo! ¡Gringo de m...a!
Los muchachos silbaban y gritaban, fue aquello una algazara endiablada.
Al fin llegamos al hotel
y pudimos tirarnos sobre el suelo. Nos dieron pan por toda comida. A nadie
permitían salir de la puerta de calle. Estábamos presos y
bien presos.
A la tarde nos obligaron
a subir en unos carros. Iban 24 inmigrantes parados en cada carro, apretados
uno contra el otro de un modo terrible, y así nos llevaron hasta
muy tarde en la noche a la chacra.
Completamente entumecidos,
nos bajamos de estos terribles carros y al rato nos tiramos sobre el suelo.
Al fin nos dieron una media libra de carne a cada uno e hicimos fuego.
Hacían 58 horas que nadie de nosotros había probado un bocado
caliente.
En seguida nos tiramos sobre
el suelo a dormir. Llovía, una garúa muy fina. Cuando me
desperté estaba mojado y me hallé en un charco.
¡El otro día
al trabajo! y así sigue esto desde tres meses.
La manutención consiste
en puchero y maíz, y no alcanza para apaciguar el hambre de un hombre
que trabaja. La habitación tiene de techo la grande bóveda
del firmamento con sus millares de astros, una hermosura espléndida.
¡Ah qué miseria! Y hay que aguantar nomás. ¿Qué
hacerle? Hay tantísima gente aquí en busca de trabajo, que
vejetan en miseria y hambre, que por el puchero no más se ofrecen
a trabajar. Sería tontera fugarse, y luego, ¿para dónde?
Y nos deben siempre un mes de salario, para tenernos atados. En la pulpería
nos fían lo que necesitamos indispensablemente a precios sumamente
elevados y el patrón nos descuenta lo que debemos en el día
de pago. Los desgraciados que tienen mujer e hijos nunca alcanzan a recibir
en dinero y siempre deben.
Les ruego compañeros
que publiquen esta carta, para que en Europa la prensa proletaria prevenga
a los pobres que no vayan a venirse a este país. ¡Ah, si pudiera
volver hoy! ¡Esto aquí es el infierno y miseria negra! Y luego
hay que tener el chucho, la fiebre intermitente de que cae mucha gente
aquí. Espero que llegue ésta a sus manos: Salud..
(*) Tomado de:
José Panettieri, Los Trabajadores.
Biblioteca argentina
fundamental. Serie complementaria:
Sociedad y Cultura/18.
Centro Editor América
Latina. 1982. Págs.101 a 104.
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