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Según tradiciones
zinoistas, cuando un chino cumple cincuenta años entra el Templo
de la Venerable Ancianidad. Bien. Pero según dictamen de la gerontología
actual, cuando un ser humano llega a los 50, 60 ó 70 con su patrimonio
biológico y espiritual intacto, recién ingresa en su glorioso
período de insenescencia. Porque la longevidad es ahora un ventaja
común. Y cuando el estado físico y el equilibrio emocional
no acusa fallas, la vida, la vida fructuosa recién comienza, en
una etapa que llamo irónicamente “Vejentud Dichosa”.
Carcopino, que estudió
la vida cotidiana del hombre en Roma, nos cuenta que la existencia humana
entonces estaba calculada en setenta años. Y comprendía diez
ciclos bien diversificados en la vida: puericia, infancia, pubertad, adolescencia,
primera juventud, segunda juventud, adultez, plenitud, madurez y senectud.
Por la tablas de letalidad
de la Metropolitan Insuranse Company de Nueva York, se puede inferir actualmente
que las perspectivas de vida de la humanidad se aproxima gallardamente
a los ochenta años en las zonas más evolucionadas del planeta.
Y bien, cada uno de nosotros
debe constituirse en el propio taumaturgo de su vida, en el propio escultor
de su felicidad. De tal modo, disciplinando poco a poco nervios y pasiones,
fastidios y quebrantos, su insenescencia sobrepasará las décadas
finales con su salud impecable y vigor hasta arrogante.
Vale la pena culminar la
existencia así, para filosofar como yo en este momento, sobre las
postreras comedias de la vida contemplando los últimos panoramas
del mundo.
Y bien: yo me jacto de encarnar
un buen ejemplo de insenescencia. Por mi parte y mi talante no soy un anciano;
pero, por mis años, sí. Anciano y antiguo derivan de antes,
y conciernen a seres y cosas que soslayan la actualidad, ya que acumulando
un gran acopio de años, los anteponen al presente. Anciano, pues,
es una persona de abundantes años, sin determinar cuántos.
Ahora bien, calificándolo al poseedor de senil o senecto, ipso facto
se interpreta que tiene más se sesenta. Y hay un motivo para ello,
lo que se presume que este prójimo este próximo o haya superado
la maldición del 63: el “año climatérico” de los romanos.
Avizorando ya los noventa
y seis años de edad, noto el ámbito espiritual que habito
cenitalmente iluminado. Estoy seguro en él. Gozo sus aires y su
aura impolutos. Pero algo comienza a mermar... Ya no me imagino invulnerable
en el tiempo. He vivido siempre dentro y fuera de mí, con despejo
y aplomo. Sin demasías. Encuadrada la circunspección en claro
entendimiento. Pero algo comienza a mermar... Ya no me imagino invulnerable
en el tiempo. Sutiles presiones desgastan el temple juvenil y el tono de
la madurez que me acompañaron hasta hace poco. Ya no infunden como
antes, en el ritmo de la sangre y la tensión de los músculos,
aquellos gloriosos atributos de la salud total.
Mi paso no es el mismo de
otrora peatonísimo peatón. Siento cancelarse la ilusión
de considerarme una máquina perfecta. Ya no piso como antes... Detestando
visceralmente al automóvil, mi trayecto vital, más que un
trayecto carrozable, fue siempre un deambulatorio a pié, a pédibus
andando, un estadio para pulsar los nervios, un paisaje de morosa delectatio.
He caminado constante, incansablemente, con la fruición del tullido
que recobra el movimiento. ¡Lo más que puedo decir para enfatizar
la dicha de valerme vectorialmente y victorialmente de mis piernas!
Ya no... Algo cunde en mi
paso. Algo está destemplando el brío de mi talón de
acero, de mis pantorrillas y mis muslos tirantes. Percibo que una sorda
debilidad invade mis piernas. ¡Ah, mis piernas, el admirable compás
que medía la extensión del mundo! Y a veces, trepidan...
Los noventa centímetros de aquel paso, ya no va más. Ya no
acompañan la allure de entonces: más que marcha un andar
levitado. ¡Y se cansan!... ¿Cómo perseguir al tiempo
que huye? Tambaleando... Mi fisiología está perdiendo la
propiedad de la línea firme que, elevándose desde el tendón
de Aquiles, ascendía por la columna vertebral para embicar en el
hueco de la nuca.
Tengo la impresión
de que estoy curvándome. Hacia la tierra, por cierto; hacia el polvo
póstumo. Y me duele porque siempre aspiré a la gloria minúscula
de ser un Coloso de Rodas diminuto, bien implantado sobre dos blocks de
almanaque... En esa ciega impresión, mi plomada interna me decepciona.
No se porta bien. Oscila, deriva. Se desvía y me desplaza. Caminando
ahora, extraño la franqueza de mi tranco y la elasticidad de mi
cintura. El despojo y aplomo de antes. ¿Adónde se ha ido
aquella misteriosa vertical subjetiva que patrocinaba la rectitud de mi
cuerpo? ¿Adónde el recinto iluminado y su columna ideal de
alternativos capiteles de emoción y recogimiento?
Casi a la vista el mojón
de los noventa y seis años, verifico que me está faltando
el equilibrio, la suprema virtud del equilibrio. Triste pero real es la
información de los sentidos, y hasta la confidencia del oído
interno. Pero aún la certeza razonada de inminentes descalabros.
¿Cómo vencer al desquicio, cómo restaurar el don que
armonizaba el orden, la mesura y la serenidad? ¿Con bastón,
báculo o muleta? Por los dioses, no. Del uso de esos implementos
– imbecillis – proviene de la palabra “imbécil”... Prefiero alimentarme
con la nostalgia de haber sido un álamo que anda, un gajo itinerante
de la selva selvadia que es la vida de relación. Y dejar nomás
que un otoño profundo decolore el ramaje que descuajará el
invierno. Todo – ¡Oh sarcasmo! – mientras mi alma y mi carne en conjunción
y cenestesia viven su postrimer bonanza.
Ay, comúnmente el
anciano es un ser ridículo, claudicante y tembleque. Salvo algunas
prerrogativas revenciales de los hados, cuando el viejo es pulido y cortés,
los últimos años del ser humano tipifican a personas babosas,
idiosas, cochambrosas. Por piedad a mi imagen futura, gambeteo a los sambenitos
que nos cuelgan, de gagá, momia, reblandecido...
Conforme a dictámenes
serios de la gerontología y de institutos de investigaciones demográficas,
las humanidades que vendrán serán cada vez más vetustas.
Los vejestorios por ende constituirán una plaga difícil de
extirpar; pues los progresos del confort moderno no permite liquidarlos,
ni aun utilizando el arcaico refrán castizo: “Si le mudas el aire
al viejo, dejará el pellejo”...
Por lo cual, tendrá
que lamentar no haber nacido esquimal. En efecto, para dar cobijo a las
nuevas promociones, allí se desalojan del igloo a los ancianos.
Se los coloca en plena tundra. Y las espátulas del viento
los convierten en estatuas de hielo.
Para concluir, opino que
es urgente despatetizar la estampa de ser vetusto. Se ha hecho del viejo,
del anciano, del personaje que imanta la piedad y la simpatía, o
las dos cosas juntas. La senectud bien llevada no necesita lástima
de nadie. Respeto, sí. Y de modo especial para quienes en su decrepitud
exhiben retrocesos hacia la infancia, se pierden en el laberinto de la
amnesia o viven en el oscuro dominio de la alienación.
Repito finalmente: Debe conjurarse
el envejecimiento del individuo por mera culpa suya por inacción
y dejadez. Quienes se vegetalizan o mineralizan de ese modo son seres relapsos
que importa poco que deserten. Por eso, la insenescencia garantiza al hombre
la propiedad de su corpus y la posesión de su animus. Con lo cual,
paradójica y jurídicamente seguirá siendo dueño
de su salud: De esa cualidad casi etérea que el ser disfruta, casi
sin enterarse, en el deliquio de vivir.
(*) Juan Filloy
Noviembre de 1989 Texto
de la disertación realizada durante el acto
de entrega del título
Dr. Honoris Causa. |